martes, 18 de enero de 2011



Hablar de Poesía, 22


sumario



Editorial

Ricardo H. Herrera:
Hablar de poesía

Figuras

Ezequiel Martínez Estrada:
Lugones: un recuerdo y una advertencia
Víctor Gustavo Zonana:
El suburbio sonoro: Carriego
Pablo Anadón:
Fernández Moreno, poeta urbano
María Amelia Arancet Ruda:
Óseo Diego Muzzio
Lynette Roberts:
Una visita a T. S. Eliot
T. S. Eliot:
Edwin Muir

Temas

Ingeborg Bachmann:
Preguntas y preguntas aparentes
Arturo Álvarez Hernández:
Apuntes sobre el amor catuliano
Giuseppe Ungaretti:
Temas leopardianos: la soledad humana
Diego Bentivegna:
Memoria y pobreza:
Ungaretti en Santiago del Estero
Carlos Surghi:
Falsos pasos:
Ted Hughes y la conquista del recuerdo

Poesías

Juan García Gayo:
El plan divino
Javier Adúriz:
Tres poemas
Eduardo Álvarez Tuñón:
El otro viaje
Pablo Anadón:
Estudios de la luz
Marcelo Rizzi:
Manual para inocentes

Versiones

W. B. Yeats: Las cinco anunciaciones
Nota preliminar de Franco Moretti
Versiones de Ricardo H. Herrera
Edwin Muir: Los caballos y otros poemas
Nota preliminar y versiones de Javier Foguet
Lynette Roberts: Queda la sombra
Nota preliminar de Jason Wilson
Versiones de Jason Wilson y Ricardo H. Herrera
Pierre Joris: Mantener el pacto pagano
Nota y versiones de Claudio Archubi

Críticas

Walter Cassara:
Ensayo de una nacionalidad fantasma
Ricardo H. Herrera:
Poetry for export
Jason Wilson:
Todo Yeats
Jason Wilson:
Girri en la mira
Ricardo H. Herrera:
Las relaciones patémicas del yo con el mundo
Valeria Melchiorre:
Un modo de la discreción
Lucas Soares:
El silencio del abandono


Ricardo H. Herrera:


Editorial
Hablar de Poesía, 22



A menudo, en las noches de insomnio, me pregunto por cuál quimera me dejé arrastrar al orientar toda mi vida en la busca de la poesía. Esa destructora inquietud en la espera infructuosa ha sido lúcidamente captada por Ungaretti en las páginas finales de su primer libro, en una prosa titulada “Ironía”. Se esboza en ese texto una escena nocturna en la que la nevada desnudez de una tierra invernal grávida de indicios primaverales se liga a la imposibilidad de la escritura: “A esta hora, sólo a un raro soñador le es dado el martirio de continuar su obra”, concluye Ungaretti. ¿Por qué alude a esta catastrófica hora de tortura al terminar su extraordinario libro? ¿Por qué asocia las palabras obra y martirio en el momento de hacer un necesario alto en el camino? A la supervivencia de la masacre de la guerra, al feliz retorno a la tierra de sus ancestros, le sucede una incomprensible y dilatada pausa de zozobra. Y es que entre la obra apenas concluida y la obra por realizar se abre de pronto un abismo: una noche que disimula su crueldad en una calma de gélida impotencia.
En esas irónicas horas nocturnas de descreación (porque sin agregar nada nuevo devoran lo que uno creía firmemente establecido), soportadas en una especie de fantasmagórico huerto de los olivos alojado en un recodo poco frecuentado de la mente, más de una vez he repasado en silencio algunas de las definiciones de la poesía que mi memoria ha ido reteniendo al azar a lo largo de los años. Digiero con dificultad las definiciones programáticas de la teoría literaria, pero siento viva simpatía por las que surgen al acaso en libros que no pretenden sentar cátedra; definiciones que con toda evidencia son producto de una experiencia vivida. Una de ellas la encontré en las palabras prologales de una antología del poeta cubano Gastón Baquero; la sentencia, atribuida a Heidegger por el mismo Baquero, dice así: “La poesía es la leyenda de la desnudez de lo existente”. Fue mi primer encuentro con el filósofo. Por la fuerza de secreto que alienta en el mágico rumbo del pensamiento que contiene la frase, en más de una ocasión me he sentido llevado por ella hasta la inminencia misma de la poesía, como si fuese el verso inicial de un poema inconcluso. De hecho, cuando leí la proposición (hace unos veinticinco años) me impresionó más que toda la poesía de Gastón Baquero, a quien guardo gratitud por ese mínimo pero extremadamente fructífero acontecimiento que me deparó su libro. Se diría que las palabras de Heidegger están poseídas por “la sagrada sobriedad del agua” donde sumergen sus cabezas los cisnes hölderlineanos.
Otra definición que no olvido de la poesía la encontré en un prólogo de Yevguieni Pasternak a la obra de su padre. La frase es en realidad del propio Boris Pasternak, y va dirigida contra la polémica estéril que suelen sostener los operadores culturales a la hora de llevar a cabo el celoso control de la producción artística: “La poesía ―dice― siempre será algo más sencillo de lo que pueda discutirse en un mitin, pues siempre constituirá una función orgánica de la felicidad humana”. Una vuelta de tuerca a la conocida fórmula stendhaliana, esa que concibe el arte como promesa de felicidad. Pasternak, sin embargo, está más próximo a nosotros que Stendhal: está cercado por las maquinaciones de los ideólogos que buscan definiciones definitivas, inobjetables. En sus palabras, la poesía es pensada como una potencia de la plenitud: abomina del pandemónium de las opiniones que no se fundamentan en una práctica reveladora, que no hacen pie en un libro de poesía que se sostenga incólume en el tiempo; busca abrirse paso de un salto, sin circunloquios, a la percepción de la belleza del mundo y del regocijo del amor.
Esta última palabra (amor) me recuerda una punzante y brevísima definición que Simone Weil aplica al canto gregoriano, pero que hace extensiva a “todo gran arte”; válida, por ende, también para la poesía. He aquí sus palabras: “pura técnica y puro amor”, una ecuación escueta que, para dar buenos frutos, exige una justa correspondencia entre los dos elementos que la configuran. El nivel de la técnica artística puede ser más o menos elevado, ello no depende tanto del grado de refinamiento del artesano como de la proximidad o la distancia que su técnica puede llegar a tomar del amor. Si el distanciamiento es absoluto, si se rechaza el amor con la pretensión de darle autonomía a la técnica, los efectos son catastróficos. Aquí conviene darle nuevamente la palabra a la autora de La condición obrera: “Las cosas indiferentes siguen siendo indiferentes siempre; son las cosas divinas, en cambio, las que, por el rechazo del amor, adquieren una eficacia diabólica”. A quien esta afirmación terminante le parezca oscurantista, le sugiero la lectura del Doktor Faustus de Thomas Mann: no conozco un examen más escrupuloso y atendible del vínculo entre demonismo y arte de vanguardia.
Incluso lo más valioso de la trayectoria literaria de un poeta tan escéptico como Montale puede comprenderse a la luz de la definición weiliana de todo gran arte. Su requerimiento de dominio técnico es explícito: “sería inconcebible que [el poeta] ignorara todo lo que se ha hecho desde el punto de vista técnico en su arte”; sin embargo, también señala los límites de la técnica: “un poeta no debe arruinarse la voz solfeando demasiado, no debe arriesgar cualidades de sonido que luego nunca volverá a encontrar”. No me parece un exceso de interpretación pensar que con esta cauta advertencia Montale le está reclamando a la técnica una necesaria cuota de inspiración; tampoco me parece forzado ligar esa cuota de inspiración a la palabra amor. En “Iris”, uno de los pilares de “Silvae”, el capítulo medular de La tormenta y otros poemas, la índole amorosa de su dictado poético está admirablemente condensada en el dístico final:

porque la obra Suya (que en la tuya
se transforma) debe ser continuada.

El sentido y el alcance de la vocación poética se despliega en dos registros de la voz ―es lección y admonición― en las palabras del visiting angel montaliano. A semejanza de la redonda y la bastardilla de los caracteres tipográficos de este par de endecasílabos soberbiamente concebidos (aunque precariamente traducidos), técnica y amor logran una armoniosa conjunción entre lo ético y lo estético. En relación con la interpretación del simbolismo de la figura femenina del poema ―“Iris de Canaán”―, el propio poeta ha sido más que elocuente al respecto en la célebre Entrevista imaginaria que he venido citando: ella es “símbolo del eterno sacrificio cristiano. Ella paga por todos, padece por todos...”
Queda así medianamente esclarecida la inquietud que suscitó la pregunta por la ambigua condición de la espera de la poesía con la que comencé estas páginas: un silencio amenazante para Ungaretti, una exigencia de intimidad sin interferencias ideológicas para Pasternak, una boda entre maestría y caridad para Simone Weil, un sacrificio para Montale. Imágenes y conceptos cambiantes que se complementan, que no se oponen, y con los que todo aprendiz de poeta tarde o temprano se verá obligado a coexistir en el ciclo de las continuas metamorfosis de la expresión poética, hasta que logre hacer pie en la parcela del idioma que le está reservada y pueda dedicarse a la construcción de la música de su propia voz.


Ricardo H. Herrera:

Poetry for export

(Versión completa en la edición impresa)


Antología de la poesía argentina del Siglo XX
Selección de Daniel Samoilovich
Traducción al inglés de Andrew Graham-Yooll
Ministerio de Relaciones Exteriores,
Comercio Internacional y Culto



Por el simple motivo de que este libro en edición bilingüe (español-inglés) contó con el patrocinio del gobierno nacional –a efectos de ser expuesto en la “Feria del Libro” de Frankfurt, representando a nuestro país en su condición de “Invitado de Honor 2010”– sería desatinado considerar que estamos frente a una antología más, una de las tantas que se han publicado últimamente. No hay tal cosa, en absoluto; la sola proyección internacional a que aspira el libro lo demuestra. Se trata, a todas luces, de un propósito meditado, que apunta a acercar al mercado editorial mundial el reclamo de un producto actualizado, asimilable por cualquier lector cosmopolita, ya que pone en sincronía el vanguardismo y la extensión temporal que suele rotularse con el membrete “Siglo XX”. Nada de lo que acabo de apuntar se sugiere en el libro, falta un prólogo que se haga cargo de la operación literaria que se ha llevado a cabo, sin embargo la coherencia del conjunto habla claro al respecto: nada es casual. Se sigue resueltamente la política del hecho consumado, ya que el libro fue armado para funcionar en ámbitos donde no hace falta dar explicaciones. Por otra parte, intramuros, ¿quién pide o necesita explicaciones en el clima poético del “viva la pepa” que vivimos?
De resultas de la tácita intención programática que acabo de enunciar (Siglo XX = vanguardismo), el inicio del siglo pasado viene a coincidir para el antólogo –Daniel Samoilovich (reconocido poeta)– con la escritura de los primeros textos de Oliverio Girondo, fechados en 1920. Con el objetivo de hacer converger el comienzo de la centuria con la irrupción del vanguardismo, el siglo veinte samoilovichiano se inicia con un par de décadas de retraso. Se compensa esa importante sustracción temporal con el añadido de la primera década del Siglo XXI, momento en el que varias poetas –Bellessi, Gruss, Rosemberg– recopilan sus obras. Como todo parece indicar que los próximos diez años podrán incluirse holgadamente dentro del siglo de marras, la centuria prometida en el título de la antología acabará por completarse en un futuro próximo. Digo esto porque es evidente que el vanguardismo no tiene miras de eclipsarse desde el momento en que cuenta con un aval oficial tan dadivoso.
Si bien el libro carece de un prólogo en el cual el antólogo justifique su estrategia, es claro para cualquier lector con un mínimo de sentido histórico que se ha ignorado la cronología ex profeso, con el fin de dejar al margen a un poeta y a la descendencia literaria por él generada, un poeta que publicó su primer extraordinario libro apenas tres años antes de que comenzara el Siglo XX. Me refiero a Las montañas del oro de Leopoldo Lugones. No hay otro poeta en esta antología que pueda exhibir un exordio de similar potencia, mucho menos un desarrollo tan renovador y sustancioso de la promesa de poesía contenida en él. Que Lugones no es un autor que pueda considerarse decimonónico lo prueba no sólo el hecho de que la totalidad de su obra fue escrita entre 1897 y 1938, sino también el influjo profundo de su maestría verbal. Incluso el traumático legado de sus contradicciones humanas –tan dolorosamente opuesto a su cabal integridad de artista– es fecundo: habla de la confusión de un hombre desbordado por las circunstancias, que no cosechó prebendas de sus errores, sino únicamente amargura y soledad. Por otra parte, en la misma década del treinta, ¿acaso Yeats, Eliot y Pound, entre muchos otros poetas admirados por Samoilovich, no cometieron yerros políticos similares al de Lugones, sin que pese sobre ellos una condena de ostracismo eterno? Sólo Martínez Estrada ha podido ir al encuentro de Lugones con una crítica generosa, similar a la que muestra Auden por Yeats: You were silly like us: your gift survived it all; / The parish of rich women, physical decay, / Yourself...
La parábola creativa del autor de Las montañas del oro es de una complejidad y una abundancia tal que a mi juicio vuelve imposible la aplicación de la perspectiva reductiva de que se ha hecho uso al organizar esta antología. Además de ser uno de los máximos artífices de la lengua castellana, Lugones ejerció un magisterio perfectamente demostrable sobre las tres generaciones de poetas que le sucedieron: los postmodernistas, los martinfierristas y los cuarentistas. De su Lunario sentimental nace la modernidad poética en nuestra lengua; de sus Odas seculares –y sus derivaciones: Poemas solariegos y Romances de Río Seco– la conciencia del espíritu del lugar. Una serie de excelentes libros de autores posteriores a él se originan en esa última vertiente: Tierra amanecida, Cuaderno San Martín, Luz de provincia, Cinco poemas australes, Odas a orillas de un viejo río, Balada del río Salado, Campo nuestro, etc. De modo que dejar afuera a Lugones trae aparejada como lógica consecuencia la devaluación de toda esa descendencia poética: desaparición de postmodernistas de gran calibre –Banchs y Fernández Moreno, entre otros–, demérito de poetas relevantes de la generación martinfierrista –Borges, Mastronardi, Molinari, Marechal– y la eliminación total de los poetas del cuarenta (ya que Olga Orozco, la sola poeta incluida en el libro que se podría encuadrar dentro de esa línea, hace una única aparición para homenajear a Girri girrianamente, cuando en verdad su obra entera se deriva del Molinari de las odas). Borges, Mastronardi y Molinari son colocados por debajo del nivel de Girondo; rebajados no sólo en lo que hace al espacio de mostración de su poesía, sino también en lo que tiene que ver con el criterio con que se ha realizado la muestra. Oliverio Girondo aparece de cuerpo entero en la selección de Samoilovich (exudando vitalidad por todos sus poros), en tanto Borges, Molinari y Mastronardi son captados en escorzos que no dan una imagen cabal de la relevancia de sus obras. Colocar a Borges por debajo de Girondo es tan imprudente como negar a Lugones: equivale a perder el sentido de las proporciones (las imponentes bibliografías de ambos poetas bastan y sobran para zanjar objetivamente la cuestión).
La estrategia de Samoilovich es cómoda, eso sí; se desentiende del endiablado problema que supone emprender una antología integral de la poesía del escindido siglo veinte argentino; evita el conflicto que traería aparejado hacerse cargo de la dificultad que se deriva de aproximar el verbo de Lugones y de Borges a la vapuleada palabra del coloquialismo sesentista que impera con posterioridad a ellos. De ahí, tal vez, la falta de un necesario prólogo que dé cuenta de una ausencia tan ostensible como la de Lugones, y que asimismo intente explicar el acelerado distanciamiento entre calidad y cantidad que se genera en la poesía argentina a partir de la segunda mitad del Siglo XX. Tal desentendimiento le permite a Samoilovich reunir en un volumen conciso –y a su manera orgánico– lo que un previsible lector de Diario de Poesía, o un inexperto Spanish schollar, considerarían como lo más meritorio de la pasada centuria lírica. Sin embargo, prescindir de Lugones en nombre de estéticas implementadas a partir de los años sesenta, es algo más pernicioso que hacer estrategia literaria apostando a un canon políticamente correcto: es sustraerle a la inteligencia del lector la compleja trama de una época, es hacerle el juego a la ignorancia. De hecho, de los cuarenta autores seleccionados, sólo los nueve primeros dan cuenta de la poesía de la primera mitad del Siglo XX (pp.12-73); los treinta y uno restantes se inscriben en la segunda mitad, ocupando las tres cuartas partes del volumen (pp.74-285) y voluntariamente o a la fuerza se deslizan por un plano inclinado que confluye en el polo sesentista.
Demonizar a Lugones, fumigarlo a fuerza de reiterados denuestos ideológicos o estruendosos silencios, como en este caso, me parece una solución de corto alcance; la negación no lleva a ninguna parte, tarde o temprano el daño cultural que traen aparejadas las simplificaciones acomodaticias se pondrá de manifiesto. Cinco páginas con la mejor poesía de Lugones no sólo habrían desestabilizado profundamente esta antología, sino que habrían obligado a su autor a replantearla, ya que Leopoldo Lugones es a la primera mitad del Siglo XX lo que Juan Gelman a la segunda; también él, por ende, merece verse acompañado de la escolta que le corresponde, ya que la generó con instrumentos genuinos y de alta calidad estética. Borges, como es notorio, está por encima de la reyerta doméstica: pertenece al mundo, no a la sofocante clausura de las provincias argentinas (dato que la muestra de Samoilovich deja de lado, con absoluta tranquilidad de conciencia). De haberle dado cabida a la voz de Lugones, se habría tornado más compleja la tensión entre lo que se deseaba destacar y lo realmente destacable. La sola “Dedicatoria a los antepasados” de Poemas solariegos, con su entrañable resonancia arcaica, fruto de un amor desmesurado por el terruño y la lengua madre, hubiese reducido a polvo las ingeniosas majaderías de muchos ineptos (en las antípodas, por cierto, de la genuina alegría de Girondo, quien en Campo nuestro –libro no por azar soslayado en la antología– se hace eco del espíritu y la dicción de aquel memorable poema).

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Walter Cassara:
Ensayo de una nacionalidad fantasma

(Versión completa en la edición impresa)
200 años de poesía argentina
Antología de Jorge Monteleone
Editorial Alfaguara

[...]

A juzgar por su longitud y por su abundante índice onomástico, este libro podría haber sido el censo de poetas argentinos más exhaustivo y actualizado que se ha publicado hasta la fecha. Sin embargo, no lo es, no podría serlo de ningún modo, ni siquiera en términos puramente demográficos, ya que el período que debería cubrir los primeros cien años ocupa unos pocos pliegos, y la considerable franja de población poética que afecta a las últimas cinco decenas del siglo XX no fue censada, por razones que no quedan del todo claras. Escribe Jorge Monteleone en una nota preliminar: “a partir de 1810, tomando como inicio la generación romántica, se incluyen poetas nacidos hasta 1959 inclusive”. Y luego, para justificar la poda, arguye nebulosamente un motivo que no es, en ningún caso crítico, sino más bien eventual: la llamada “generación del 90” –que aquí se adjudica en masa a todos los autores nacidos después del ’59– ya “ha tenido una gran difusión”.
Insisto, no soy bueno para los cálculos, pero hasta alguien tan obtuso como yo advierte enseguida que en los “doscientos años” hay por lo menos un cuarto de siglo que se le ha escatimado al lector. Sin duda, ningún trabajo de recopilación podría abarcar, humanamente y en un único volumen, un ciclo tan extenso como el que esta antología intenta presentar, pero el “corte”, esgrimido como un razonamiento crítico, no funciona: al margen de la energía publicitaria, al margen de su fortuita “popularidad”, la poesía escrita por las nuevas generaciones resulta indispensable a la hora de hacerse una idea, aunque sólo sea aproximativa, del conjunto, y no porque ella tenga un rol protagónico (de hecho, está demasiado próxima en el tiempo como para comprender su significación), sino porque sin ella, si no me equivoco, los “doscientos años” se plantan en los ciento sesenta.
De esta forma, calculando la densidad de población o el número de escarapelas repartidas, pasando las hojas del calendario hacia atrás o hacia adelante, aquí todo parece devenir ineluctablemente en una sola y ubicua época, y en una sola y ubicua generación. Dicho en otras palabras: los sesentas –con toda su carga metafórica e ideológica en la historia y en la poesía argentinas–, son en este libro la columna vertebral en donde se apoya, sin duda, lo más sólido del enfoque crítico, así como la parte más interesante de las piezas seleccionadas. Para comprobarlo basta advertir que los textos y los autores que más se destacan son aquellos que abordan algún tema vinculado, directa o indirectamente, con el testimonio histórico o los entreveros de la política. De más está decir que el resto de las páginas ilustra la periferia de este corpus central, a título de muestra divulgativa, y para cumplir escuetamente con el obligado confeti patriótico.
No es raro, por lo tanto, que también el siglo XIX –que aquí apenas se vislumbra en unos pocos especímenes momificados, comenzando por la transcripción del Himno nacional– se nos presente como un penoso desfile de próceres, una inverosímil maqueta del Billiken que nos exhorta a la pompa escolar. No es raro, tampoco, que aun el heroísmo glacial de nuestras efigies de Mayo palidezca o ralee enfrentado al zoom sesentista del compilador, y que todos los otros recorridos posibles, las otras “constelaciones de lectura” que se insinúan en el prólogo, se agoten, de un modo u otro, en remotas nebulosas. En este sentido, habría que leer en detalle el apartado “Poesía, historia y política” para entender cómo es que Monteleone logra enfocar un panorama literario tan vasto y variado con un telescopio tan subjetivo; cómo hace para sortear el enorme abismo que separa, por ejemplo, las sextinas del Martín Fierro de los juegos aforísticos de Antonio Porchia, o la lírica purista de Enrique Banchs de los exasperados miasmas verbales de Cadáveres de Néstor Perlongher.
Para empezar, habría que invertir el orden del trinomio (poesía, historia y política), porque lo que aquí queda más en evidencia es que el primer término no tiene ninguna jurisdicción específica, no opera por sí mismo, sino que es tan sólo un satélite al servicio de los otros dos componentes de la ecuación. Ello puede entenderse, tal vez, como una marca de la época, ya que en dicho apartado se examina la situación de la poesía escrita en los sesentas, profundamente involucrada con la historia y la política. En cambio, no resulta fácil entender que Monteleone, un crítico por lo demás notable y altamente calificado en la materia, pase por alto que no es posible subsumir –ni siquiera restringiéndose a la década antes mencionada– la poesía en la historia o en la política sin delimitar, aunque más no sea de un modo sucinto, las complejas mediaciones y los numerosos problemas teóricos que surgen de avecinar linealmente dichas series. Por dar un ejemplo, cuando plantea examinar el “Poema conjetural” de Borges en correlación directa con la obra de Leónidas Lamborghini según el dudoso tamiz de peronismo y anti-peronismo, el antólogo no sólo ha dado un gran salto en el tiempo, pasando por encima del contexto específico en que ambas obras se produjeron, sino que además –y esto es lo más grave– vacía de contenido la historicidad propia del hecho poético para esquematizar dos líneas de tensión ideológica que atraviesan, sin duda, una buena parte de la historia argentina, pero que no sabemos hasta dónde pueden resultar útiles –e incluso verídicas– a la hora de hacer un balance evolutivo de nuestra poesía.
Refiriéndose al texto de Borges antes mencionado, el crítico dice que “parece la imparcial descripción poética de otro prócer nacional, pero el poema fue político. Escrito en 1943 contra las corrientes nacionalistas que imperaban en el gobierno militar de entonces, pocos años después se deslizaría en su sentido ideológico como una crítica al peronismo naciente”. Luego, grosso modo, confronta el enfoque sectario y patricio de Borges con la mirada populista y la reinvención de la gauchesca que patentizaría, “pocos años después”, el autor de Las patas en la fuente. Nótese que en esos “pocos años después” hay un considerable inciso de tiempo de no menos treinta años. Nótese que estamos otra vez, aunque quizás nunca salimos de allí, a mediados de los sesenta, donde Borges ha quedado, hace mucho, bastante a la zaga de nuestra modernidad poética, girando en su peana de lumbrera “decimonónica”, como un inocuo arquetipo platónico o un egregio inspector de aves y pollos. Nótese que para dar este volantazo cronológico tan intrépido y poner a discutir dos escritores de una magnitud tan despareja, completamente ajenos entre sí y distantes en el tiempo, Monteleone ha tenido que empujar la aguja diacrónica hasta el grado cero, desechar cualquier tipo de periodización, y falsear, en consecuencia, los materiales y autores seleccionados en beneficio de una maniobra de lectura que se presenta como un inquietante frisson nouveau, pero que en el fondo es un artilugio crítico (otro más) que enmascara su bancarrota epistemológica con un vocabulario alquilado a la sociología o a la politología, en cualquiera de sus muchas jergas locales.
De todas formas, en circunstancias tan proclives a martingalas de todo tipo como suelen ser las efemérides patrias, no vale la pena preguntarse si la explicación de la historia poética que nos da Monteleone es imparcial o tendenciosa, si se enmaraña con determinadas jergas esotéricas o si mueve las piezas para adecuarlas a la cronología institucional; lo importante es que en su análisis, que otorga más relevancia a las filiaciones ideológicas que a los vínculos o a las genealogías literarias, lo sustancial no son los poemas sino las coyunturas sociales que se intentan representar o recrear. Así, el hecho poético ha sido pensado en función del montaje historiográfico y desde una visión crítica en donde se busca documentar, de época en época –aunque con un orden cronológico un poco vago, que sólo contempla la fecha de nacimiento de los autores– la Race, le Mileu et le Moment (según la amarillenta fórmula de Hyppolyte Taine), en una suerte de cruce de los Andes tipográfico o abigarrado péplum sanmartiniano, cuya brillantina albiceleste se expande, por ósmosis, a la totalidad de los autores compilados, y termina por obstruir todas las otras posibles vías de acceso a los textos.
Resumiendo, en el canon que proyecta esta antología, las voces principales son aquellas que apuntalan, de una manera u otra, los hitos de nuestra historia colectiva, o mejor dicho: los hitos de una particular y parcial interpretación de la historia argentina de estas dos últimas centurias. Como es lógico, el resto de las voces, si bien no desafinan, han perdido sus coloraturas distintivas, ocupan un lugar secundario y se evaporan, sin remedio, en el registro de la masa coral. Lo mismo ocurre con los poemas, que han sido privados de su contexto real y su función propia para enunciar, acaso a regañadientes, “la forma simbólica de una comunidad nacional”. Ahora bien, lo contradictorio es que dicha “forma simbólica”, que Monteleone ha extractado con fórceps de la Historia y aplica, ecuménicamente, al discurso poético, no se traduce en los hechos en una identidad colectiva ni, mucho menos, en una koiné o en una lengua común, sino más bien en todo lo contrario: lo que se oye, a veces de fondo y otras en primer plano, es un cántico esquizofrénico donde pasan cóndores, gauchos, caudillos, inmigrantes, revoluciones, golpes de Estado, etc.; y sobre todo pasan ideas, muchas ideas huecas, desencarnadas y fatuas, y no tanto ideas como ídolos insustanciales, simulacros precarios, ensayos de una nacionalidad fantasma, amasados en un lodazal caprichoso, según los acuerdos o desacuerdos de la hora.
Dice Charles Simic: “la crítica ideológica es siempre fija y estática. Tiene su ‘postura verdadera’ de la que nunca se mueve. Es como insistir en que todas las pinturas deben ser vistas desde una distancia de tres metros, y sólo desde esos tres metros”. Como propende al panegírico estudioso y cordial, como no manifiesta ninguna simpatía o antipatía, no resulta fácil percibir si la crítica que hace Monteleone es ideológica en sí misma, o si es, por el contrario, sólo una agreste desembocadura en donde confluye y se mezcla el discurso hegemónico con los distintos discursos antagonistas que flotan en el aire de la época. A simple vista, la abundancia y la pluralidad de los materiales aquí recopilados parecerían desmentir esta presunción. No obstante, creo que Monteleone hace crítica ideológica en una de sus variedades más perniciosas, aquella que se presenta disfrazada de intenciones didácticas o divulgativas, aquella que se asume como una mera canalización de lo políticamente correcto, nunca incurre en omisiones estruendosas, nunca se granjea adversarios ni tampoco aliados, ya que se abstiene de formular juicios positivos o negativos, aunque no de hacer inducciones sistemáticas, como equiparar poesía e historia en un orden casi natural.

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Jason Wilson:

Girri en la mira


(Versión completa en la edición impresa)
Alberto Girri: Poemas selectos
Selección y prólogo Jorge Monteleone
Corregidor

Alberto Girri: En selva de inquietudes (Antología poética)
Selección, edición y prólogo de José Muñoz Millanes
Editorial Pre-textos

No obedece a una coincidencia que dos antologías de la obra poética de Alberto Girri (1919-1991) hayan salido el mismo año. Girri tiene fama de ser difícil e intelectual, muy productivo, buen traductor de la poesía de lengua inglesa, y el único y mejor poeta argentino de la revista Sur. Lo conocí personalmente en 1970 por mediación de Aldo Pellegrini, e hice traducciones al inglés ―con su esporádica colaboración― de quince poemas suyos (es decir, una selección de lo que me pareció lo mejor de él). Era un dandy fumador, con un humor sarcástico y abrupto que a veces cortaba el diálogo. No toleraba la pereza o la estupidez. Digo esto porque siempre percibí una estrecha relación entre su persona de café y sus poemas. Como por ejemplo: un diálogo continuo y astuto con la literatura y el arte occidentales, enjuiciándolos desde su rincón porteño. Había en casi todos sus poemas cierta elegancia de pensamiento y, asimismo, el alivio de purgarse de toda cultura, de limpiarse de palabras... pero con palabras. Sus verbos claves son “examinar”, “considerar”, “juzgar”. Su meta era la lucidez, el “conocimiento de sí mismo”; no caer en las trampas poéticas y conceptuales.
En 1969, su amigo y editor Enrique Pezzoni preparó una Antología temática, y en 1983 Horacio Castillo prologó Páginas de Alberto Girri seleccionadas por el autor. Hubo además una Obra poética editada por Corregidor en seis tomos (1977-1991). Es decir, hubo varios intentos de impulsar la figura de Girri hacia una zona de mayor circulación que la de los libros de poesía. ¿Confirman las dos nuevas antologías que su tiempo ha llegado?
Empiezo con la selección de Jorge Monteleone. En su breve y conciso prólogo, que quizá respete demasiado la manera en que Girri mismo especulaba, Monteleone trata de explicar por qué Girri no fue bien leído en su ámbito nacional. Cita el mediocre poema de Juan Gelman, que superficialmente asocia a Girri con Octavio Paz y José Lezama Lima como poetas viejos, obsedidos por su muerte personal y una belleza estática. Después arma una lista de lectores que quisieron recuperarlo, empezando con Pezzoni e incluyendo a Pizarnik, a Carrera, a Fogwill y a Aira, como indicios de una nueva apreciación. Esboza bien el proceso cronológico de la poética girriana, pero no se arriesga a criticarla. Tanta metapoesía, tanta poesía sobre el proceso creador, tantas palabras sobre palabras, tantos poemas sobre el poema ¿no terminan cansando? ¿No hay un monótono y una monotonía evidente en la obra de Girri? Su sustraerse al ritmo, a la música sensual, a todas las trampas poéticas, no genera poesía, sino algo así como un tratado filosófico. Milton, en cambio ―es un ejemplo― quiso convertirse en poema. Ese intento de escribir poemas para llegar a un estado limpio de “poesía”, a una mente purgada de palabras, ¿acaso no guarda más relación con un manual de meditación que con el goce estético?
Mi recelo en relación con la obra de Girri estriba en que se apoya en un “discurso” extraliterario. Por ejemplo, la selección de cuatro poemas que hace Monteleone de Valores diarios (1970) está bien, pero omite el epígrafe de Krishnamurti. La prosa hablada de Krishnamurti está vaciada de sentimentalismo, de adjetivación, de estilo literario. Intenta explicar la vida mental como “constante reto y respuesta. Eso es la existencia, eso es la vida: constante provocación y respuesta. ¿No es así? El reto siempre es nuevo y la respuesta siempre es vieja.” Cito íntegramente el fragmento para dar un ejemplo del tono de la prosa didáctica de Khrishnamurti. Girri le da la razón. Mi intención es sugerir que Girri poetiza las percepciones de Krishnamurti usando el mismo tipo de prosa, pero cortada en versos; se trata de un “hecho sintático antes que musical”, tal como lo define agudamente Monteleone. Es por eso que Girri no se parece a nadie en la tradición poética. Y sin embargo está cerca de figuras como Krishnamurti o Daumal o Wittgenstein o Gurdjieff (acerca de éste habla en una entrevista, publicada en Crisis en 1976, y afirma que es su meta comportarse como “un ocasional seguidor de ciertas ideas del vapuleado Gurdeieff”). Son “maestros” que le enseñan a purgarse de toda poesía para llegar a un estado de lucidez, de pura atención y contemplación, incluso de integración interior, ética. Hasta hay un poema titulado “Tao” que parece un plan de meditación. En el poema “Ejercicios con Breughel” (abundan referencias a la historia del arte; Girri estuvo casado con la pintora Leonor Vassena) comprobamos su estrecho parentesco con la tradición “religiosa”, parentesco casi inexistente con la tradición poética: “De hecho / la visionaria caridad / de enseñarnos con desastres / a comprender lo que somos, / a librarnos / de parecer lo que somos.” Si hay aquí algún eco literario es con los metafísicos isabelinos como John Donne (a quien tradujo). Si su obra se repite, se debe al hecho de que nadie puede mantenerse en ese estado difícil, puro, afásico, porque las palabras y los conceptos inevitablemente vuelven como aire en un vacío, de golpe, y hay que empezar de nuevo.
La edición de Monteleone incluye un diálogo entre Enrique Pezzoni y Girri, y respeta al Girri traductor, ya que a menudo éste incluía traducciones al final de un libro, como el mexicano José Emilio Pacheco. Hay que reconocer que la dedicación de Girri al acto de traducir fue tan destacada como su propia obra. Pero juzgarlo en tanto presentador de poetas no traducidos con anterioridad prolongaría demasiado esta reseña. Quizá no traducía por afinidades electivas, sino más bien para no seguir escribiendo siempre el mismo poema. Tomo un ejemplo. Robert Graves insistió en que su poesía era refractaria a cualquier traducción, pero Monteleone incluye la versión que Girri hizo de The White Goddess (que, obviamente comparte el título con su largo ensayo). Una versión literal, con un desliz de sentido y sonido (aparte de una errata, “bancas” en lugar de “blancas”, y de la pérdida de la sutileza de la rima). Graves dice: Whose eyes were blue, with rowan-berry lips. Girri traduce: “Cuyos ojos eran azules, labios como bayas de fresno.” Ahora bien, un fresno no tiene “bayas”, y un rowan, árbol que da racimos de bayas rojas, no es un fresno. Al Mother de Graves, Girri lo transforma en “la Madre Montaña” (sabrá porqué) y concluye prosaicamente con “sin cuidarnos de dónde pueda caer el próximo rayo”, en contraste con el verso musical de Graves: heedless of where the next bright bolt may fall. El original es una canción, la versión una calcomanía en prosa. He cotejado su versión de un fragmento de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, obra de sutileza musical y conceptual sin par. Girri es fiel al sentido, pero pierde la sinfonía del pensamiento elotiano. Eliot dice: Words, after speech, reach / Into the silence. Girri, un poco impreciso, traduce: “Las palabras, después de hablar, logran el silencio”. Basta leer las versiones en voz alta para darse cuenta de que el oído de Girri es metálico. Al mismo tiempo, más hoy que cuando estaba en vida, la obra de Girri es un antídoto contra el telurismo ampuloso, contra el neopopulismo sensiblero y la confesión romántica y psicológica (un resumen de Saúl Yurkievich, cuyos poemas también son un homenaje a Girri).
La antología de José Muñoz Millanes tiene otro fin; propone a Girri como puro lírico, sin prosas, sin traducciones. Es una presentación de su obra a un público que no lo desprecia por intelectual y difícil, porque lo desconoce. Desgraciadamente, el prólogo adolece de un alarde de citas de moda y teje una telaraña de Agamben, Barthes, Benjamin, Deleuze, Blanchot, a los que se agregan Zambrano, Ortega y Gasset, Kant y Adorno citando a Valéry en un diálogo con “maestros” de la academia; parecen los tics de una tesina. Es una lástima, porque entre tantas fuentes de autoridad, hay buenas percepciones personales sobre el ensayismo de Girri, un buen cotejo entre Girri y su traducción de las Devociones de John Donne, sobre su “mentalismo”, sobre el soliloquio y una poesía “radicalmente intransitiva”. Está ausente la relación con la tradición poética y con el conocimiento sobrado del poeta porteño. Nadie puede negar la densidad alusiva de lecturas que Girri compartió con sus colegas de Sur o con alguien como Octavio Paz, devoradores ambos de todo tipo de textos. Siento por momentos que su poesía se parece al acto de ir arrojando del desván de su cabeza tanta lectura, como Quijote en la torre. Así lo dijo en “Preguntarse, cada tanto”: “el verdadero / hacedor de poemas execra la poesía, / [...] el auténtico realizador / de cualquier cosa detesta esa cosa.”
Ambos antólogos eligen poemas que van desde Playa sola (1946) hasta Juegos alegóricos (1991). Por ejemplo, de Quien habla no está muerto (1975) Monteleone elige cuatro poemas, uno de ellos es “Preguntarse, cada tanto”, casi su arte poética (elegido por Girri mismo en 1983). Muñoz Millanes elige otros dos distintos. De En la letra, ambigua selva (1972) Monteleone elige seis poemas, también Muñoz Millanes, con un poema en común: “Relación con gemas”. Cotejando al azar mi edición de El ojo (1964) con la antología de Monteleone, constato que no sigue el orden de los poemas que elige; además, dos versos están impresos al revés. En Muñoz Millanes todo está bien. No hago más estadística. Quizá ha llegado la hora de Girri. En librerías repletas de librejos de autoayuda, su poesía nos propone una limpieza mental profunda, casi inalcanzable.

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