Mariano Pérez Carrasco / Una palabra idéntica al silencio
Buena parte de la literatura y la crítica de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad han atribuido una función puramente negativa al arte –incluida la literatura- y a la práctica artística. Las teorías de Benjamin y Adorno dan acabada cuenta de esta afirmación. Estas teorías fundamentan sus puntos de vista acerca del arte moderno a partir de una determinada concepción del mundo y de la historia. Adorno, en Dialéctica negativa, dedica capítulos enteros a exponer la responsabilidad del arte y la cultura en el fenómeno de los campos de exterminio. Tanto Benjamin como Adorno, en diferentes escritos, afirman la muerte del arte en su concepción moderna tradicional, y el advenimiento de una época en que toda práctica artística se habría vuelto imposible o inaceptable; el arte, en la sociedad capitalista tardía, cumpliría la función puramente negativa de denunciar los males del capitalismo sobre la subjetividad.
Este ensayo tiene como propósito general mostrar la inconsistencia de esta visión del arte que se ha vuelto ya un elemento componente del sentido común de nuestra época. Pero no ha sido mi intención avocarme a una tarea meramente desctructiva, sino fundamentalmente constructiva; por eso no he efectuado una crítica directa sino indirecta de esa visión del mundo y la función del arte.
Por razones que se explicitan en el cuerpo del ensayo, he tomado como hilo conductor la figura de Dante Alighieri. El ensayo se divide en tres partes. En la primera comento un episodio del libro de Primo Levi Si esto es un hombre. En la segunda extraigo las conclusiones de lo expuesto en la primera parte y llevo a cabo un análisis de la situación actual de la poesía. El análisis se apoya en buena medida en un reciente libro de Philippe Sollers, La Divine Comédie. Entretiens avec Benoît Chantre, Paris, 2001. Por último, expongo mi concepción de la función de la poesía.
En las segunda y tercera partes, donde desarrollo ideas de carácter personal, he introducido algunos poemas breves o fragmentos poéticos que sirven de contrapunto a lo expuesto en el ensayo, dialogan con él e iluminan poéticamente lo dicho en el cuerpo del texto. Este diálogo entre el poema y la prosa me parece particularmente enriquecedor para ambos, y es, también, un préstamo o una inspiración en el trabajo poético de Dante, quien en muchas de sus obras (La vita nuova, el Convivio y el De vulgari eloquentia) se ha dedicado a exponer argumentativamente en prosa lo que había desarrollado poéticamente en verso. Dante, a su vez, toma este procedimiento de Severino Boecio y de Brunetto Latini. En la antigüedad, el alejandrino Filita fue designado por la expresión ''poeta y al mismo tiempo crítico'' («poietès háma kaì kritikós»). Es curioso que en la modernidad, calificada justamente como la ''era de la crítica'', la poesía haya perdido esa cualidad, y la labor del poeta se haya opuesto, muy a menudo, a la del crítico. Quizás la nueva época que se ha abierto con el siglo XXI represente un regreso a esa antigua tradición.
1. En Auschwitz, recitando la Divina Comedia.
Hay un capítulo de Si esto es un hombre titulado ''El canto de Ulises''. Todos conocen la historia de Primo Levi. Con veinticuatro años es raptado por una milicia fascista y trasladado a Auschwitz. Sobrevive. Cuando concluye la guerra, escribe una serie de libros sobre su experiencia con el propósito de «proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana». No le interesa juzgar y condenar a quienes fueron sus verdugos; le interesa, ante todo, comprenderlos. Comprender, por su puesto, no significa absolver. En esa voluntad de comprensión se encuentra ante un abismo: tiene frente a sí la conciencia de un Otro que ha querido aniquilar su conciencia.
La lectura de los libros de Primo Levi reproduce en el lector esa sensación de abismo. En ocasiones es insoportable. Seguir la narración de sus días en el Lager, las descripciones minuciosas de un infierno burocrático en el que es posible asesinar a un hombre sin odio, el análisis de cada una de esas situaciones; constatar a cada momento que, efectivamente, eso que narra no es un hombre, no puede serlo, y sin embargo, tanto quien narra cuanto aquellos que son narrados no son más que hombres, es, a menudo, una tarea angustiante.
Toda entidad no humana que los hombres hayan imaginado está tan ausente en los campos de exterminio, como parece estarlo en las innumerables miserias cotidianas. La narración de Primo Levi parecería tener como corolario la famosa afirmación de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas: de lo que existe en tanto que existe, y de lo que no existe en tanto que no existe». El hombre es la medida de todas las cosas, y las cosas que el hombre hace son la medida del hombre. En esto reside esa sensación de abismo que producen los libros de Primo Levi: no hay excusas, no hay justificaciones: eso que está narrado es, también, esto que somos. De lo que se desprende que no ha habido Holocausto: ninguna víctima fue inmolada para un Dios. No hay un absoluto trascendente: la trascendencia del hombre es el hombre mismo (el futuro, los posibles, la conciencia del Otro), el único absoluto es la propia conciencia. De todo esto habla Primo Levi en sus libros. Y habla de un modo tal que muy a menudo, de su experiencia en el Lager, hace poesía. El capítulo sobre el canto de Ulises es una muestra conmovedora de ello.
* * *
Jean era un estudiante alsaciano de veinticuatro años que había sabido ganarse la confianza de Alex, el Kapo; por ese motivo, tenía un lugar privilegiado en el campo. Alex, «acorazado en su sólida y compacta ignorancia y estupidez», estaba orgulloso de su sangre pura y se burlaba de aquellos desgraciados: Ihr Doktoren! Ihr Intelligenten! («¡ustedes son doctores!», «¡ustedes son inteligentes!»). Se burlaba de quienes, en la vida fuera del campo, habían sido gente respetable, incluso más respetable que él, y que ahora se desesperaban por algunos restos de pan. Jean, el alsaciano, maneja indiferentemente el francés y el alemán. Se hace amigo de Primo Levi. Un día lo elige como acompañante para ir a buscar el rancho. Se trata de una tarea liviana y en cierto modo agradable: deben caminar una hora hasta la cocina y luego regresar con una marmita de cincuentra kilos que cuelga de dos palos sobre los hombros. Conversan de sus vidas y se sorprenden por algunas coincidencias. Jean ha estado en Italia; confiesa que le gustaría aprender italiano. Primo Levi se ofrece a eseñarle algunos rudimentos mientras caminan. En este momento, «vaya uno a saber por qué», se acuerda del canto de Ulises. Jean no sabe una palabra de italiano, pero tampoco tienen tiempo de empezar por la gramática. Hoy, Primo Levi siente que debe explicarle ese canto que acaba de venirle a la memoria. Y debe ser hoy, ahora: ya sabemos que mañana es un acontecimiento improbable en este lugar.
¿Pero cómo explicar quién es Dante, qué es la Divina comedia, cómo se divide, qué es el contrapaso, todo eso en esas circunstancias, en menos de una hora? No hay tiempo para detenerse en esas nimiedades: hay que sambullirse en el texto: entrar a la Comedia por el canto de Ulises, y que se comprenda lo que se comprenda. Piensa: «Si Jean es inteligente lo entenderá. Lo entenderá: hoy me siento capaz de todo». A partir de aquí se produce una escena maravillosa, conmovedora, que confirma que eso también es un hombre.
Primo Levi tiene un mal francés. Recita un pasaje en italiano y luego, dificultosamente, traduce. Jean se sorprende por la similitud de las lenguas. Le sugiere posibles traducciones. En Auschwitz, con el panorama cotidiano de los hornos, la lucha por la supervivencia, el descenso cotidiano hacia una especie de infierno prolijamente ordenado, uno de esos despojos humanos intenta hacer memoria, recordar aquellos versos donde un poeta del siglo XIV reconstruye el último viaje del héroe de Troya. Es el mismo Ulises quien cuenta a Dante el desenlace de sus días. Ahora él está en el infierno, envuelto en una llama por toda la eternidad. Primo Levi recuerda sólo algunos versos: su memoria viene guiada por las rimas. Efectividad de los tercetos encadenados: cada uno llama al siguiente. Dante está hablando con Ulises, que le cuenta qué sucedió a su regreso a Ítaca, luego de haber estado veinte años ausente, combatiendo en Troya primero, y luego vagando por los mares. Ulises le dice que «ni la dulzura del hijo, ni la piedad / del viejo padre, ni el debido amor / que habría hecho feliz a Penélope» fueron capaces de vencer «el ardor / que tenía de volverme experto del mundo: / tanto de los vicios humanos como de las virtudes». Entonces Ulises decide partir nuevamente. Abandona su tierra, su familia, sus deberes y se lanza hacia lo desonocido. Este es el verso que recuerda Primo Levi: «ma misi me per l'alto mare aperto» («y me lancé por la alta mar abierta»), y se pregunta cómo hacer para «distinguir por qué ''misi me'' no equivale a ''je me suis mis'', es mucho más fuerte y más audaz, es una atadura rota, es lanzarse a sí mismo más allá de una barrera», y agrega: «nosotros conocemos bien ese impulso». El comentario es una vez más conmovedor: está afirmando que las palabras de Dante son apopiadas para hablar de la vida en Auschwitz. Dante, a travéz de Primo Levi, es un poeta que no sólo ha escrito después de Auschwitz, sino que ha escrito en Auschwitz. «Y me lancé por la alta mar abierta», dice Ulises. Y Primo Levi piensa que su improvisado alumno conoce la alta mar, puede entender lo que Dante expresa: «cuando el horizonte se cierra sobre sí mismo, libre, recto y simple, y no hay más que olor a mar», y comenta: «dulce cosa ferozmente lejana». Ferozmente. El adverbio parece indicar que Primo Levi está escribiendo ahora, aquí, en esta confortable casa de fines de los '50, y recuerda lo que recordaba en ese momento, y siente la feroz lejanía del mar que sentía en ese momento. Pero debe continuar con su clase. Recuerda que «mare aperto» rima con ''diserto'': los versos hacen referencia a los compañeros de Ulises, que no lo decepcionaron («non fui diserto») en ningún momento. Primo Levi recuerda el contenido del poema, pero no recuerda bien sus versos. Él y Jean están caminando; pasan frente a unas instalaciones eléctricas. Piensa: «qué tristeza, no tengo más remedio que contarlo en prosa: un sacrilegio». Reducir los endecasílabos de Dante a prosa, suprimir las rimas; en el mejor de los casos, convertir esa medida perfecta en un metro tartajeante y amnésico. «Qué sacrilegio». La muerte, la tortura, la degradación, son hechos cotidianos en este lugar. Primo Levi lo ve, lo describe, lo vive. Pero esa vivencia de la degradación total (y hay que leer las 120 páginas anteriores a esto para comprender lo que el adjetivo significa) no le impiden percibir que desarmar la forma de la poesía, de la poesía dantesca, representa un sacrilegio. ¿Por qué un sacrilegio? Porque esa poesía permite ver lo que es el hombre; permite ver que el hombre no es sólo esas vejaciones, esos asesinatos, esas furias más demenciales cuanto más burocráticas; el hombre es también otra cosa, allí está la Comedia para probarlo; el hombre puede ser otra cosa; y es preciso conservar eso que el hombre puede ser, eso que Dante ha sido y nos lo ha donado en la Comedia, como algo sagrado: como la posibilidad (no la esperanza, una virtud teologal, y, por lo tanto, in-humana) de que el hombre pueda realizarse de un modo más civilizado. Adorno escribió en 1966 que «toda la cultura después de Auschwitz, al igual que la crítica contra ella, es basura», pues no ha impedido que Auschwitz sucediera. Primo Levi dice lo contrario. Dice: Auschwitz ha sucedido, yo estoy en Auschwitz, soy Auschwitz, lo llevo en mi memoria y en mi cuerpo; pero no ha sido la cultura la que lo ha producido; no podía ser la cultura la encargada de impedirlo. Pero la cultura, y la poesía como parte de esa cultura, puede ayudarnos a salir de allí. Puede señalarnos la posibilidad de una salvación de ese infierno de ignorancia y estupidez orgullosa de sí misma que tan bien representa el Kapo Alex. Alex no es producto de la cultura sino de la falta de cultura, o, en todo caso, de una cultura mal aprendida, mal asimilada. Ahora recuerda otro verso: «acciò che l'uom più oltre non si metta» («para que el hombre no vaya más allá»). Y piensa: «Si metta... Tenía que venir al Lager para darme cuenta de que es la misma expresión de antes ''e misi me''». Pero no comenta esto a su alumno. «Tengo prisa, una prisa furibunda». Una prisa por transmitirle a Jean lo que significa ese canto, la figura de Ulises que abandona todo con el objeto de «perseguir la virtud y el conocimiento» humanos. «Mira, atento Pikolo [función que Jean cumplía en el Lager], abre los oídos y la mente, necesito que entiendas:...» Y comienza a recitar el discurso que Ulises pronuncia ante sus compañeros cuando atraviesan las columnas de Hércules y se adentran en lo desconocido, en el amplio mar que ningún hombre ha surcado:
«Considerad», proseguí, «vuestra simiente:
no fuísteis hechos para vivir como bestias,
sino para perseguir la virtud y el conocimiento».
«Como si yo lo sintiese también por vez primera: como un toque de clarín, como la voz de Dios. Por un momento, he olvidado quién soy y dónde estoy». Allí está la salvación: esos versos de Dante le muestran la posibilidad de otro mundo, humano, enteramente humano, distinto de ese mundo de degradación y miseria. Un mundo que es posible construir si se busca la virtud y el conocimiento; es decir: la cultura, la civilización a la cual esos versos pertenecen y sin la cual nada significan. Una civilización que es la de Grecia, Roma y Cristo; una civilización que puede ir -y ha ido- más allá de Grecia, de Roma y de Cristo. Pero sólo puede ir más allá si se reconoce como heredera de su pasado; si reconoce la tradición como una fuerza que vive en ella, en cada uno de los que participan de ella; si reconoce la tradición como el fundamento de la libertad, una libertad que puede incluso darle la espalda a la tradición de la cual es heredera, superándola. «Pikolo me pide que lo repita. Qué buena persona es Pikolo, se ha dado cuenta de que me está haciendo el bien. O quizás se trata de algo más: quizás, a pesar de la traducción floja y el comentario pedestre y presuroso, ha recibido el mensaje, ha sentido que le atañe, que atañe a todos los hombres en apuros, y a nosotros en especial; y que nos atañe a nosotros dos que osamos hablar de estas cosas con los palos de la sopa en los hombros». Entonces Primo Levi pide disculpas a su compañero: se ha olvidado algunos tercetos, algunos de los más bellos. Pues luego de escuchar el discurso de Ulises, él y sus compañeros se lanzan a la mar, y «hacen de los remos alas». Pero se acuerda de aquellos versos en los que Dante describe una montaña que aparece en la distancia, y que Ulises dice que le parece «alta tanto» como no vio jamás ninguna. Y entonces piensa con regocijo: «Sí, sí, ''alta tanto'', no ''molto alta'', proposición consecutiva. Y las montañas, cuando se ven de lejos... las montañas... oh, Pikolo, Pikolo, di algo, habla, no me dejes pensar en mis montañas, que se aparecían en el color oscuro de la tarde cuando volvía en tren de Milán a Turín». La poesía de Dante le devuelve sus montañas; la poesía de Primo Levi nos regala a nosotros y a sí mismo ese momento en que se produjo aquella epifanía de las montañas. «Daría la comida de hoy por saber juntar ''non ne avevo alcuna'' con el final. Me esfuerzo en reconstruir por medio de las rimas, cierro los ojos, me muerdo los dedos: pero de nada sirve, lo demás es silencio». De modo que pasamos al final del canto:
«Tres veces lo hace girar con las aguas;
a la cuarta se eleva la popa hacia lo alto
y la proa hacia abajo, como a otro plugo».
«Detengo a Pikolo, es absolutamente necesario y urgente que escuche, que comprenda este ''come altrui piacque'', antes de que sea demasiado tarde, mañana él o yo podemos estar muertos, o no volver a vernos, debo hablarle, explicarle lo de la Edad Media, del tan humano y necesario y sin embargo inesperado anacronismo, y de algo más, de algo gigantesco que yo mismo sólo he visto ahora, en la intuición de un instante, tal vez el por qué de nuestro destino, de nuestro estar hoy aquí...», en un campo de exterminio de donde muy probablemente no saldrían vivos: en Auschwitz, hablando de poesía, descubriendo a través de la poesía la verdad de su situación, captando intuitivamente mediante la poesía el significado del anacronismo que parece estar cometiendo Dante al hacer de Ulises alguien que desafía el mandato divino de no atravesar las columnas de Hércules, al diseñar en Ulises la figura del descubridor, un hombre ligado enteramente a los conocimientos temporales, al mundo humano, y que hace caso omiso de los preceptos divinos y de los deberes humanos que lo ligan a su familia y a su tierra.
Pero ahora ya están haciendo la cola para comer, «en medio de la masa sórdida y harapienta de los portasopas de los otros Kommandos». Entonces se anuncia que la comida de hoy es «Kraut und Rüben», coles y nabos; e inmediatamente comienza una cadena de traducciones a todos los idiomas de los habitantes del campo, «hasta que al fin el mar se cierra sobre nosotros»: el último verso del canto, que describe el naufragio final de Ulises, donde él y sus compañeros pierden sus vidas como castigo divino a una desmesurada sed de conocimiento, cierra también este capítulo. En el Lager, el castigo es a la vez divino y humano: esos hombres que reparten Kraut und Rüben se autoperciben como designados a cumplir una tarea divina; ese dios, esos dioses que han imaginado, son la excusa y la justificación perfectas de los crímenes que están llevando a cabo. Por eso afirmaba, al comienzo de este ensayo, que el relato de Primo Levi parece confirmar la frase de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas: de las que existen [este Lager] en tanto que existen; de las que no existen [este dios, estos dioses] en tanto que no existen».
2. El arte de los deshechos y el infierno presente.
El episodio de Ulises narrado por Primo Levi señala dos cosas: indirectamente, el estado actual de la poesía, y, de un modo directo, sus posibilidades futuras. «Hoy nuestro mundo es este agujero fangoso», dice en cierto momento; la poesía -lo que la poesía significa- representa una posibilidad de salir de ese agujero fangoso. Hoy, en muchos aspectos, también nuestro mundo es un agujero fangoso; curiosamente, lo que la poesía actual representa es la voluntad explícita de permanecer en este agujero fangoso. El origen de esta voluntad constituye un verdadero problema que antes de juzgar sería necesario comprender. ¿Cuál es el origen de ese deseo de tender a lo más bajo, a lo más degradado? ¿Por qué se juzga que esa degradación constituye lo más real del mundo humano? Existe el prejuicio -es decir, una opinión no reconocida que opera en todos los juicios como un subtexto implícito- de que la gran poesía, la gran pintura, la gran música (cabe recordar que uno de los dicta de Adorno afirma la imposibilidad actual de eso que él mismo considera como gran música) no hablan de la realidad. La realidad estaría en otra parte. Estaría, por ejemplo, en los deshechos, que desde el marxismo benjaminiano se homologan a las marcancías obsoletas, en las cuales sería posible ver el rostro del capitalismo, y, en consecuencia, denunciarlo. Tal vez por eso buena parte del arte actual encuentra su justificación -y su pretexto- en los filosofemas benjaminianos . En todo esto hay un enorme malentendido: se cree que el arte debe realizar lo que la política ha sido incapaz de realizar. Cuando el ideal político parecía estar realizándose en los países comunistas, los críticos exigían a los artistas héroes positivos que reflejasen el nuevo mundo en construcción; ahora que todo eso ha fracasado y no hay una perspectiva clara de hacia qué ''nuevo mundo'' dirigirse, la política de izquierdas se reduce a mera crítica del mundo -el mundo ''realmente existente''-; en consecuencia, se le exige al arte señalar las múltiples miserias de ese mundo; y, para que la denuncia sea completa, es decir, para que nada positivo sea afirmado («nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno», decía Celaya), es preciso que esas miserias se digan del modo más miserable posible: si se trata de una escultura, se buscarán los materiales entre los desperdicios; si de hacer música, se intentará que sea lo más cercana posible al ruido; si de poesía, nuestros versos carecerán de rima, metro o melodía, y nuestros temas serán los más vulgares e insignificantes. El juicio implícito en todas estas actitudes es un profundo desprecio hacia el arte, que es, en verdad, un profundo desprecio hacia las posibilidades humanas. Aquí, nuevamente, la poesía de Dante nos proporciona una clave para comprender este problema y quizás también una solución.
Philippe Sollers, en el prólogo a La divine Comédie. Entretiens avec Benoît Chantre, se pregunta si existe en la actualidad un olvido de Dante. Su respuesta es negativa: no hay olvido sino «obsesión, interpretación prematura e interesada. ''Dantesco'' es un adjetivo devenido, en el lenguaje corriente, sinónimo de infernal. Las guerras son ''dantescas'', y también los campos de exterminio, la bomba atómica, las catástrofes naturales, los accidentes sangrientos. Todo sucede como si fuese necesario mantener a Dante en el infierno. Curiosa obsesión, que excluye la posibilidad de una salida, la del purgatorio y, más aún, la del paraíso. Desde hace dos siglos se nos han vendido demasiados proyectos masacrantes de paraísos terrestres, como hoy se nos vende publicitariamente paraísos artificiales o goces marchitos. Nosotros estamos en un mundo distinto que el de Dante, y sin embargo es el mismo. La Comedia continúa, ahora humana, demasiado humana, pues hemos tenido la ingenuidad de creer en la farsa de la ''muerte de Dios'', luego en la farsa de la ''muerte del hombre'', es decir, en la divinización de la Muerte en todas sus formas» (pp. 7-8). El infierno es, pues, la clausura de toda trascendencia, y, en consecuencia, la condena a vivir en el mundo ''realmente existente'', en donde ''existencia'' se interpreta como facticidad. La poesía es capaz de romper el hechizo de la facticidad. De allí tanto su utilidad cuanto su necesidad en el presente. De allí también que vivamos como una tragedia la carencia actual de poesía, su reducción a meras constataciones fácticas (piénsese en la cláusula Il y a -''hay''- que tuvo su origen en Rimbaud y fue perfeccionada por Apollinaire), su insignificancia en sentido literal. «Para pensar -continúa Sollers- tenemos necesidad de la gran poesía. Digo ''la gran'' voluntariamente para subrayar su profunda miseria actual, lo cual no es en absoluto un efecto del azar. Que la imposibilidad de acceder a la gran poesía -no temamos emplear esta expresión- sea querida es completamente lógico en el programa de la falsificación general. La victoria del infierno consiste en creer que no hay nada más... El infierno en sí mismo [...] es esta voluntad de voluntad que se opone a una voluntad colocada como superior. Si yo declaro que esta voluntad superior no existe o que ha muerto («Dios ha muerto»), sólo queda la voluntad de voluntad. Ya no se trata de la angustia, sino de la angustia de la ausencia de angustia. Se puede comprender eso como la ''infernalización'' de lo humano, conducido enteramente a sí mismo, sin otra posibilidad de tomarse como otra cosa que esta reemplazabilidad biológica» (p. 32). Salvar al hombre de esa reemplazabilidad biológica, abrir a la existencia el absoluto de la realidad humana tal como aparece en lo relativo de su situación: he aquí una de las posibilidades de la poesía, una de las razones que la vuelven necesaria.
3. Una palabra idéntica al silencio: la poesía y el lenguaje de los cuerpos.
Tanto el episodio narrado por Primo Levi cuanto los comentarios de Sollers señalan la necesidad de encontrar aquello que Breton llamó lo «sagrado irreligioso»; es decir, encontrar la dimensión de lo sagrado en la inmanencia de la realidad humana, sin excusas ni justificaciones trascendentes. El concepto de trascendencia queda así reducido a la posibilidad humana de realizarse en el proyecto que libremente se ha autoimpuesto. Este proyecto humano del que todos somos parte se manifiesta en el lenguaje. Un lenguaje sobre el cual no tenemos potestad: no hablamos el lenguaje, el lenguaje nos habla: somos hablados por las palabras. Esto quiere decir que en el lenguaje, donde nos reconocemos a nosotros mismos, reconocemos también algo que no somos nosotros mismos, algo que está más allá de nosotros y se expresa en nosotros.
Ese o eso otro de lo humano se manifiesta en los límites del lenguaje, allí donde la lengua se hermana con el cuerpo: en la metáfora poética y en el amor erótico. Allí, en el lenguaje sagrado de los cuerpos o en la unión de la sensación y la palabra, el lenguaje muestra «ese silencio sin centro» en el que el amante «habla en la lengua de otro». Tanto la poesía cuanto el amor erótico tienen en común la donación del yo, su desaparición en lo otro, en la música significante del lenguaje o en la música generadora de los cuerpos. Esa unión de significado y cuerpo, de música y sensualidad, son la expresión más alta de la felicidad. Es el éxtasis del yo, que al vivir extáticamente se desvanece; es la unión de un universo simbólico con el símbolo que somos; es el «ya» del orgasmo en el que un cuerpo se abre a otro cuerpo, en el que una conciencia se desvanece en otra conciencia. «La metáfora y el abrazo erótico son el modelo de ese momento de coincidencia casi perfecta entre un símbolo y otro que llamamos analogía y cuyo verdadero nombre es felicidad» (Octavio Paz, La nueva analogía). Esa unión pura y sagrada con el cuerpo del otro, esa exaltación mágica que reverbera en la metáfora, son la punta del proyecto humano, la verdad de nuestra existencia. En ese punto se desvanece el «yo», se produce un olvido de sí mismo que coincide con la recuperación de sí mismo. «Abro mi cuerpo a otro cuerpo y callo», «caigo hecho pedazos en el hueco de tu cuerpo / escucho tu sangre / tus manos»; o también, dicho en un verso que es un préstamo de Apollinaire: «hundo mis manos en el agua silenciosa».
Existe, pues, un paraíso; existe una trascendencia. En mi cuerpo y en su cuerpo se esconde el milagro de la alteridad: otro cuerpo ajeno late en nosotros cuando nos olvidamos de nosotros. Esta es la única, verdadera trinidad. El mundo es un «horizonte vegetal en torno de mi cuerpo». El infierno, la falsa trascendencia de los dioses y la inmanencia perversa de la facticidad, quedan reducidos a lo que son: imágenes, metáforas imperfectas. Su verdad consiste en su depedencia del mundo humano, es decir, como lo señala la frase de Protágoras, en su carácter relativo: todo lo que es y lo que no es es relativo al hombre, al lenguaje humano en el que el universo entero, esa totalidad de la que somos un mero fragmento, toma conciencia de sí mismo y se expresa para que nosotros lo comprendamos.
Dante -el poeta de la positividad, el poeta para quien el mundo es pura efabilidad, luz, belleza, verdad; y en esa belleza está incluida la miseria, la aflicción, la tristeza; y en esa verdad está incluido el error, la falsedad- es el poeta de esta época que todavía vive, epigonalmente, de los restos que dejó el siglo XX, es decir, de la derrota que parte del siglo XX representó para la palabra, para la razón ―en el italiano de Dante ''hablar'' y ''razonar'' se dicen, a menudo, del mismo modo: ragionare. Por ese motivo he recurrido en este ensayo a dos lecturas contemporáneas de Dante, cuyas interpretaciones son en buena medida coincidentes. La poesía de Dante está presente entre nosotros, quizás un poco más adelante que nosotros, indicándonos un camino, esperándonos: esperando que en algún momento también nosotros dejemos de ser epígonos y seamos capaces de llegar a nuestra época.
Etiquetas: Dante Alighieri, Hablar de Poesía 18, Mariano Pérez Carrasco, Primo Levi
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