domingo, 15 de agosto de 2010

Jason Wilson / Borges en su poesía última

[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]

Each day counts
Geoffrey Grigson

Introducción. La poesía tardía de Jorge Luis Borges suele leerse principalmente porque fue escrita por Borges y, también, porque muchas veces en esos textos es Borges mismo quien seduce al lector que busca pistas biográficas. En sus ficciones se proyecta una persona literaria compleja, irónica, distanciada de sí misma; en sus poemas tardíos, por el contrario, la dimensión de la sinceridad cobra un especial relieve, permitiendo que ese lector curioso acceda al Borges íntimo. No obstante esa apertura, en los años ’70 la poesía de Borges ya no dominaba la moda ni innovaba. Pocos poetas jóvenes lo leían para descubrirse o comulgar con un maestro. Roberto Juarroz, según Jorge Fondebrider, aseguró que no aprendió nada de la poesía de Borges. Hay una lista de poetas de los años ’60 que influyeron mucho sobre los nuevos poetas: “de todos ellos… se podía aprender. De Borges, no.” La recepción de los poemas tardíos de Borges, uno de los pocos poetas argentinos “con profundidad propia y peso metafísico” (según el mismo Fondebrider), cambiará profundamente con el ocaso de la vanguardia. Otro factor en esa marginación sufrida por la poesía de Borges se deriva del hecho de que él frecuentaba solamente a sus poetas predilectos, a menudo ingleses, anglosajones o nórdicos, y tenía poca estima por la poesía contemporánea. Le dijo al poeta norteamericano Willis Barnstone: I’m a nineteenth century writer… I don’t think of myself as a contemporary of surrealism… [Soy un escritor del Siglo XIX… No me veo como contemporáneo del surrealismo…]
Cuando sentía el deseo de escribir, recurría al dictado. Definía el poema como algo involuntario. Creaba versos en su mente y luego los recitaba en voz alta. Su oficio y su destreza métrica aseguraban la supervivencia de sus poemas en la página tras ese lento proceso impuesto por la ceguera. Una consecuencia de lo afirmado ―el poema no se provoca, el poema “sucede”― es que los seis poemarios tardíos recogen lo que se le iba ocurriendo a Borges en tanto no se sometía a un orden, lo que hace de casi todos esos poemas piezas circunstanciales, de ocasión. Es difícil adivinar si los poemas siguen una cronología. Al parecer, al llegar a un número suficiente, su editor los publicaba. Formalmente, poco cambia a lo largo de sus seis últimos libros. Entre La rosa profunda (1975), pasando por La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985) tenemos un ciclo formalmente homogéneo de poemas o variaciones musicales compuestos por un poeta de más de setenta años. Él mismo los llamó libros “misceláneos”, y a veces pasaba poemas de un libro a otro para completarlo o darle cuerpo. Estos últimos años fueron prolíficos en comparación con los que median entre 1930 y 1958, tiempo en el que compuso muy poca poesía (tan sólo veintiún poemas).

[...]

En sus libros tardíos Borges siguió explorando la emoción de la paradoja del tiempo, exploración que ya no tiene el carácter analítico de sus primeras aproximaciones al tema. Las alusiones en torno del aforismo de Heráclito sobre el fluir del tiempo como un río, son las que mejor captan este obsesivo proceso borgeano. Él se disculpó del abuso que hacía del fragmento de Heráclito: “lo he repetido demasiadas veces”, dijo. Es cierto, pero nunca en tanto concepto abstracto. Con la vejez, el concepto tomó un sesgo emocional: por un lado acentuó el vértigo de la finitud y, por otro lado, lo obligó a tomar conciencia de que en realidad nada termina del todo. Hizo suya la frase heracliteana y, al haber pasado la vida ponderando el misterio y la angustia del tiempo, se diría que es como si él mismo hubiese concebido esa sentencia. Simultáneamente, contra el fluir del tiempo inexorable, el poema, haciéndose eco de una vasta tradición poética (Homero, Dante, Milton, Browning, Verlaine, Yeats, Frost, etc.) parece detener esa fluencia. De esa tradición nace la fuente vital del idealismo provisional de Borges y su “ficción” memorable: “El milagro secreto” (otro nombre para el efecto mágico de un poema). Así, el tiempo fugitivo, el acto de leer una tradición viviente, un poema y el arte en general, se vuelven, para el viejo Borges, materia urgente, más allá de la literatura. Para explorar el tiempo y la vejez en la poesía tardía de Borges, es necesario analizar la remanida ceguera como maldición y bendición, incorporando la vida y la soledad, tanto del autor como del lector, para reflejar “el crecimiento de la mente de un poeta” (en palabras del Prelude de William Wordsworth). También es necesario esbozar el tema literario, caro a Borges, de las resonancias emotivas de la tierra natal y del coraje, agregando algún comentario sobre el arte como viaje a la identidad. Sin olvidar la sorpresiva aparición del amor en los tardíos poemas de Historia de la noche (1977).

[...]

La ceguera y la vejez. La poesía de la vejez fue definida por W. B. Yeats en su poema A Prayer for Old Age. En ese poema, “un viejo sabio”, un “hombre tonto y apasionado”, percibe a la decrepitud como sabiduría y a la juventud como pasión e ignorancia. En el bello poema An Acre of Grass, el poeta, “en el fin de su vida”, busca “el frenesí de un viejo” y alude a Timón, a Lear y a William Blake con su old man’s eagle mind [mente de águila de un viejo]. La noción de unos “ancianos”, imágenes de un Merlín barbudo, gurúes, profetas bíblicos y viejos sabios (arquetipos jungianos) pululan en nuestra cultura. En un tiempo ya lejano, cuando unos pocos alcanzaban la vejez, se consideraba a los viejos como fuentes de sabiduría. Sin duda, hay una extraña libertad en la vejez. En el magnífico poema “Elogio de la sombra”, el poeta Borges define una especie de “dicha” frente a la constatación de que “el animal ha muerto o casi ha muerto”. El poeta puede encarar la muerte, libre de la sexualidad, de la moda y de la ambición. Ahora bien, para comprender el modo en que en la poesía tardía de Borges se manejan las categorías de lo “sabio” y de lo “libre” es necesario ligar ambas a la ceguera, tanto biográfica como literaria, recurriendo a la poesía de Milton. Es obvio que Borges acudió a Milton por empatía, ese Milton que se descubrió totalmente ciego en 1652. No obstante, hay mucho en Milton que es ajeno a Borges, empezando por una versión muy puritana de Dios y terminando por la política regicida que lo marcó. En cuanto a los poemas, Borges evita la sintaxis latina, la ambición épica y el poema largo, pero sí aprovecha en cambio el uso del blank verse (sin rima, pero medido). Borges deja de lado a los muchos críticos, desde el Dr Johnson hasta T. S. Eliot, que ven a la poesía de Milton “estrangulada” por el peso de la erudición, carente de “verdadera pasión” y de una sensualidad “marchitada” por tanta lectura (Eliot). Robert Graves encontró a los poemas de Milton “detestables” y concluyó que Milton era un poeta menor con un agudísimo oído para la música. Al mismo tiempo, hay semejanzas biográficas que contribuyen a la mutua identificación, aunque la obvia afinidad entre ambos poetas es la ceguera. Para Milton, la ceguera no era un pecado ni una calamidad, sino la oportunidad de penetrar things merely of their colour and surface [las cosas por su mero color y superficie]. La ceguera los obligó, tanto a Milton como a Borges, a verse por dentro, a contemplar lo que es “verdadero y permanente” (el platonismo de Milton). Una carencia física los dotó de una gran fuerza moral, un reverso cristiano evidente en Borges también. Tan es así que Milton agradeció a Dios por haberle otorgado un inward and far surpassing light [una luz interior y más intensa]. Le toca al poeta ciego see and tell / of things invisible to mortal sight [ver y contar cosas invisibles a la vista mortal]. Tal es la aceptación serena de “la dicha interior” de la ceguera, pero, como en el caso de Borges, también hay aspectos oscuros, sobre todo en el célebre último soneto de 1658, acerca de la muerte de su segunda esposa. Milton la “vio” en un sueño, rescatada de la muerte, vestida de blanco y velada; concluye su soneto así: But o as to embrace me she inclined / I waked, she fled, and day brought back my night [Oh al inclinarse para abrazarme / Desperté, ella huyó y el día me devolvió a la noche].
En su “pasión por entender” su ceguera, Milton hizo un registro de todos los poetas ciegos anteriores a él en la tradición clásica, incluyendo a Tiresias. Este viejo ciego cantado por el ciego Homero fue explotado por Tennyson en su Tiresias (1885), donde el ciego dice “la verdad que ningún hombre puede creer”. Para T. S. Eliot, en The Waste Land, este “viejo con pechos arrugados” se convierte en un modelo de cómo adentrarse más allá de las diferencias de sexo. Hay una invitación a entender “sin ojos”, el eyeless de Milton. El primer poema de La cifra de Borges, titulado “Ronda”, evoca la ceguera como una “delicada penumbra” y concluye con: “un ocio de jazmín / y un tenue rumor de agua, que conjuraba / memorias de desiertos” (referencias al olfato y al oído, pero no a la vista).
Borges nos ofrece una sabiduría ganada a la vida desde la cumbre de su edad y su ceguera. Casi todos los poemas terminan con alguna percepción sobre el lugar o la identidad o el arte. El último verso de La rosa profunda, “mis ojos muertos” juega con la muerte inminente y la ceguera a través de Attar el persa ciego. El poema “Proteo”, con su título obvio, termina con “tú, que eres uno y muchos hombres”, resumiendo la versión única pero previsible que tiene Borges acerca de la identidad. Varios poemas concluyen con la palabra “nada”, aludiendo a la extinción budista de la personalidad y un disolverse en la literatura, como en el poema “Soy”: “Soy eco, olvido, nada”. Borges estaba preparando su propia muerte. En “El sueño”, retrata al poeta como “resignado y sonriente”. Esa resignación y esa alegría se asemejan a las de Milton, también ellas alcanzadas por mediación de la vejez y la ceguera. Milton, sin embargo, es más ambiguo. En Samson Agonistes, el poeta se lamenta: O loss of sight, of thee I most complain! / Blind among enemies, O worse than chains, / Dungeon, or beggery, or decrepit age! [¡Oh pérdida de la vista, de ti me quejo más. / Ciego entre enemigos, Oh peor que cadenas, / cárcel, o mendicidad o decrepitud!]. Pero la obra concluye con: And calm of mind all passion spent [una mente calma habiéndose consumido ya toda pasión], poniéndose de acuerdo con el destino. Borges en su Introducción a la literatura inglesa, opina que la “obra maestra” de Milton es Sansón el luchador, con “versos espléndidos”, donde el ciego Sansón, cercado por enemigos, es fiel espejo de Milton. En el ensayo “La ceguera”, de Siete noches (1980), Milton es un poeta “que se sobrepone a la ceguera y que ejecuta su obra”, como el mismo Borges, dictándosela “a gente casual”. De idéntica manera, Borges se libera de las pasiones animales, de su cuerpo, gracias al privilegio de ser “anciano” y “ciego”.
Al envejecer aumentó la capacidad del poeta de maravillarse y, al mismo tiempo, mermaron el fingimiento y la jactancia. El lenguaje prosaico y directo de la poesía clásica se define en un poema como “el dialecto de hoy / [en el que] diré a mi vez las cosas eternas”. En el prólogo de La cifra (1981) revela su aguda conciencia de poeta cuya obra carece de cadencias mágicas, metáforas curiosas y poemas largos, incluyéndose en una tradición de poetas “intelectuales” como su querido Emerson. Insiste en que “no hay una sola hermosa palabra” en su obra. Este rechazo a fingir la belleza emerge también como una ignorancia reconocida y llevada a través de toda su obra tardía con expresiones como “no acabo de comprender”, “y nada sé”, “juego que no entiendo”, fiel a la sencillez de Montaigne. En el prólogo a Atlas, resume su vida y la senectud como un descubrimiento continuo “por la certidumbre casi total de su propia ignorancia”. Esta modestia recurrente convence porque se manifiesta en la selección de las palabras mismas. Incluso los recursos técnicos son limitados a una métrica obvia, que no se destaca, sobre todo su uso del endecalsílabo, del alejandrino, del soneto “proteico”, a sus rimas y la enumeración (¡y cómo le fascinan las enumeraciones!), hasta su abuso de la anáfora, también evidente en Whitman. La modestia léxica y rítmica alcanzada en estos poemas fuera de las modas y de la historia nos sumergen en el ahora de la lectura, también ella fuera del tiempo.
Además, la ceguera nos ayuda a respetar el sufrimiento del poeta, ya que Borges nos dice de ella que es tanto una llave, una libertad, como un grito de autoconmiseración. El título mismo de La rosa profunda corre el velo de las apariencias y nos devuelve a los arquetipos que yacen detrás: la rosa mistica de Dante. El poeta reconoce este estrato de la experiencia universal: “rosa profunda, ilimitada, íntima”. Abundan las referencias a la ceguera y a la mala memoria. Todo se desvanece; también los libros son “simulacros de la memoria”, y una vieja foto “ya puede ser de cualquiera”. Borges típicamente reduce los escritores a nombres genéricos como El Marino, el griego, el persa, el sajón, el tirano, Virgilio, Shakespeare; él mismo llega convertirse en Judas o en Browning, porque en el acto de escribir o de leer no hay lugar para la individualidad; solamente hay lugar para la tradición y sus asociaciones. Esta necesidad de ir a lo esencial (a lo que está más allá de lo visible) propone la condensación y la elipsis como mecanismos creativos de primer orden, los cuales generan y ganan la confianza del lector, ese lector que puede esperar que Borges siga ahondando en las palabras claves de su léxico, como la tensión entre la espada y la pluma, la significación de los sueños, las versiones nostálgicas de la patria, los espejos, los tigres, los laberintos, el amor a los libros y a la lectura, y el tiempo siempre irreversible.

[...]

El amor del viejo. La narrativa biográfica de las musas y de los amores de Borges es bien conocida. En sus poemas de vejez hay una suerte de desenlace amoroso. En Historia de la noche, un poema corto y delicioso titulado “Gunnar Thorgilsson (1816-1879)”, ofrece seis versos acerca del pasado, con espadas, imperios y Shakespeare, para concluir enfáticamente: “Yo quiero recordar aquel beso / con el que me besabas en Islandia”. Ese “aquel” aisla el beso y lo liga con el placer de asociaciones islandesas. Nada vale la pena recordarse en la historia excepto aquel beso. Este poema sorprendente se parece al poema tardío de W. B. Yeats titulado Politics, donde esa chica parada allí se burla de la política romana, rusa y española, de todas las guerras y alarmas, para terminar: But O that I were young again / And held her in my arms! [Oh ser joven otra vez y estrecharla en mis brazos]. Pero el deseo del viejo Yeats (no la toca en el recuerdo verbal) se diferencia del beso del viejo Borges (un recuerdo físico). “Himno” incluye una larga lista que funciona como negación de la importancia de la historia, otra vez gracias a la bendición de un beso, “porque una mujer te ha besado”. La canción de amor “El enamorado” establece una enumeración anafórica a partir del binomio “debo fingir”, generando una secuencia de ilusiones mentales acerca del mundo. Concluye: “Sólo tú eres. Tú, mi desventura / y mi ventura, inagotable y pura”. La musa, más allá de los sentidos y de los suplicios del sexo, excita al poeta, como a cualquier amante que vacila. La vejez no ha disminuido esta incertidumbre amorosa. Qué raro que un poeta como Borges se haga eco de los lugares comunes del Bécquer de “Poesía… ¡eres tú!” de las Rimas. “Las causas” es otra enumeración que concluye con el destino de los amantes: “Se precisaron todas esas cosas / para que nuestras manos se encontraran”. Otra referencia física: manos. “La espera”, ese lugar común de la poesía en el que el amante duda temblando, es un poema que elabora un concepto acerca de lo que pasa en el universo mientras él aguarda a su amada; dice: “(En mi pecho, el reloj de sangre mide / el temeroso tiempo de la espera)”. En tanto el poeta viejo espera, un monje soñará con un ancla, un tigre morirá en Sumatra y nueve hombres morirán en Borneo. Este amor de un seudo adolescente se afirma contra la realidad de la vejez. El poeta se mira en un espejo y ve su alma “lastimada de sombras y de culpas”, pero sin nombrarlas. Otro poema enumera todo lo que hubiera podido pasar, incluyendo “el hijo que no tuve”. No obstante todo lo vivido, y reiterativamente, el poeta nunca abandonó la biblioteca de su padre, nunca creció, y ahora se encuentra solo. En un monólogo dramático, dando voz a Cervantes, repite “no quiero ser quien soy”, un viejo “en mi triste carne célibe”. Pero todo pasa, incluso el amor pasa, como en el poema “G. A. Bürger”, la sabiduría inútil del viejo es consecuencia del devenir heracliteano del tiempo: “sabía que el presente no es otra cosa / que una partícula fugaz del pasado / y que estamos hechos de olvido…” En su conferencia sobre la ceguera, en Siete noches, Borges cita versos del más grande de los poetas de España, fray Luis de León, donde la vejez es concebida como vida solitaria, “libre de amor, de celo, / de odio, de esperanza, de recelo”, lo cual en cierto modo sin embargo se contradice con las palabras finales de esa conferencia: “Pero vivir sin amor creo que es imposible, felizmente imposible”, donde sin duda Borges se refiere al amor femenino, no al divino. En su obra, el amor está idealizado, toma distancia de la sexualidad y del deseo; surge en la vejez como una “nueva y sencilla felicidad”. Borges siempre se sintió atraído por la posibilidad de la felicidad, pero la vida se la vedó hasta la vejez (véase su poema “La dicha”), como confirma, en inglés, I no longer regard happiness as unattainable; once, long ago, I did [Ya no concibo la felicidad como algo inalcanzable; una vez, hace mucho, lo hice]. Sus poemas de amor tardío por una mujer revelan aspectos íntimos de su personalidad, pero sin caer en los pormenores de una confesión. Besar enturbia su amor platónico, puramente mental; carece de la sensualidad del beso de Rubén Darío: “rojo beso ardiente”. Según Borges, la vida apasionada y solitaria de Emily Dickinson se basó en su preferencia por “soñar el amor y acaso imaginarlo”, una frase que ofrece una llave para asir sus poemas tardíos de amor. Borges en su ensoñación del amor no alcanza a participar de la libre mirada y de la honestidad de apreciación de Montaigne sobre el tema, quien en su ensayo sobre Virgilio confesó: “Encuentro más placer mirando la dulce cópula de dos bellos jóvenes, o simplemente imaginándolos, que participar yo en una triste mezcla sin forma”.

Conclusión. Los poemas del poeta viejo son exclusivamente suyos; quiero decir: no configuran una poética sobre el tema. No hay una poética de la vejez porque cada viejo es viejo a su manera, sin equivalencias sociológicas. Borges no se parece al viejo poeta apasionado W. B. Yeats ni al viejo Robert Graves, a quien visitó en su “esplendor patriarcal”. La poesía del Borges anciano es clásica y sus técnicas literarias son obvias y reiterativas. Sin embargo, hay una delicadeza y una sinceridad que reafirman constantemente la integridad de la poesía. Además, se refinan las referencias a los otros sentidos ―el oído, el olfato el sabor― compensando en cierto modo su condición de ciego, el hecho de haberse transformado en lo que Milton llamó eyeless in Gaza. Lo que nosotros oímos es la música sutil de su dicción coloquial, su voz que nunca se afea con el uso del argot; el olfato se asocia con las rosas y los jazmines que abundan en su obra, el sabor se destaca en varias asociaciones con el agua. Por ejemplo, “el sabor del agua” puede a veces vencer “a la desdicha”. Este elemento –agua– al descender por la garganta sugiere un fluir heracliteano interiorizado, que resume el pensamiento borgeano sobre el tiempo y la identidad. El agua refresca la voz del poeta, como un manantial o una fuente. Es agua arquetípica, primordial: “La frescura del agua en la garganta / de Adán” o, casi repitiéndose verbatim, la “frescura / del agua elemental en la garganta”. En el poema “Alguien”, de 1966, el poeta confeccionó una lista de las cosas esenciales de la vida como “el sabor del agua”. Esta sensación de líquida frescura alivia momentáneamente, tal vez porque pasa como el tiempo y la vida. Estamos cerca del arquetipo del viejo, ofreciendo sabiduría acerca de las sensaciones vitales y el tiempo fugaz, como Edipo en Colono (en la traducción de Yeats), cuando el héroe envejecido y cegado encuentra su lugar predestinado de muerte, aportando bendiciones a la tierra que lo acepta. En el poema “Góngora”, otro monólogo dramático, el cordobés barroco confiesa depender demasiado de mitologías, de Virgilio, del Latín, en poemas que son laberintos arduos, con metáforas remplazando al mundo (perlas en lugar de lágrimas). La crítica de sí mismo que hace Góngora/Borges desemboca en poemas de otro tipo de vejez, descartando la erudición, los laberintos intelectuales y las metáforas en beneficio del plain-talk de Milton: “Quiero volver a las comunes cosas: / el agua, el pan, un cántaro, unas rosas”, otra enumeración de asociaciones arquetípicas. La forma que esta poética elemental adquiere se hace patente en el cierre de los poemas: concluyen siempre con una fórmula que lo compendia todo. Son como fábulas, cercanas a poemas didácticos, pero basados en la dura experiencia de envejecer ciego. Nos enseñan a nosotros, los lectores que nos acercamos al final (the endgame), qué papel tan importante puede llegar a desempeñar el arte en el último tramo de la vida. En la encrucijada de senectud y ceguera, Borges afirma que “el consuelo es de Milton”: más bien poético que filosófico.

Etiquetas: , , ,

0 comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio