viernes, 1 de enero de 2010

Mariano Pérez Carrasco / De la novedad como único criterio (Sobre la koinè historiográfica del progresismo argentino)



Wirklich, ich lebe in finsteren Zeiten!
B. Brecht, An die Nachgeborenen

La historia es un problema. En primer lugar, es difícil establecer qué es un hecho histórico. De todo lo que leemos en los diarios, ¿qué pertenece a la historia?, ¿qué a la mera crónica? Si se quiere historiar el año 2007, ¿es suficiente con enumerar todos los hechos que adquirieron cierto estado público en ese período? ¿O habrá que dotarlos también de algún sentido? La inmensa mayoría de los historiadores se inclinan por esto último. Alain de Libera, por ejemplo, afirma que «un historiador debe describir un sistema, no una colección de hechos, aunque fueran en sí mismos hechos de desorden». Este principio historiográfico plantea una dificultad obvia: por un lado, la historia presenta sistemas que subsumen y ordenan hechos, es decir, que le dan a la realidad (entendida como el conjunto de los facta) un sentido que quizás no sea posible encontrar en ella; por otro lado, la realidad (aquello de cuyo devenir debería dar cuenta la historia) parece presentar meros hechos, a menudo inconexos, puramente contingentes, y, en consecuencia, sólo encuadrables (significables) en un sistema si se los violenta de algún modo. En resumen, la paradoja que se presenta es la siguiente: la realidad histórica parece ser irreductible a un sistema historiográfico, pero, si no se la reduce a un sistema, esa mera sumatoria de facta aparece como ininteligible, como carente de significado. De allí la tentación de la filosofía de la historia de desplazar el sentido del sistema a la realidad, postulando —pero esto es una petitio principii— una estructura inteligible primera de la realidad misma, es decir invirtiendo la dirección del vector, que, en el primer caso va del sistema a la realidad, mientras que en la tesis de la filosofía de la historia va de la realidad al sistema.
Estos problemas generales plantea un artículo de Martín Prieto sobre la historia de la poesía argentina reciente . Al igual que su Breve historia de la literatura argentina, este artículo tiene un fuerte carácter polémico, que, de un modo u otro, invita a la discusión. Pero, además de esos problemas generales —cuyo prolijo tratamiento requeriría la escritura de un texto filosófico, no ensayístico—, el artículo de Prieto presenta también otra serie de polémicas que, en contraposición al carácter universal de los primeros problemas, yo llamaría, sin sentido peyorativo, «provinciales». En efecto, este conjunto de problemas atañe exclusivamente a esa provincia de la literatura occidental e hispanoparlante que es la literatura argentina. Estos problemas son una instanciación particular de los problemas generales señalados, y los suponen.
El artículo de Prieto se divide en tres partes, correspondientes a los tres momentos de ‘‘la nueva historia de la poesía argentina’’: primero, la aparición de los neobarrocos y objetivistas, que instalarían una nueva «biblioteca», es decir una nueva tradición; segundo, el surgimiento de los ‘‘epifánicos’’, considerados como la reacción de lo viejo contra lo nuevo; por ultimo, una aproximación al realismo en la literatura argentina.
El principal de los muchos puntos de interés que suscita el texto de Prieto reside, a mi entender, en la voluntad de querer trazar algo más que un mero panorama de los últimos 20 años de la poesía argentina: Prieto quiere hacer historia, es decir, interpretar los hechos, darles —o encontrar en ellos— un sentido. De allí que el primer párrafo comience con la afirmación de que «toda literatura nacional es un proceso en cuyo relato obligadamente deben ingresar asuntos en definitiva poco importantes, libros, revistas, autores, polémicas, a los que los toca la rigurosa vara de la historia pero no el polvo de oro de la literatura». Aquí hay una importante definición: la historia de la literatura nacional sería un proceso, es decir algo que avanza (cedere) hacia adelante (pro). Este supuesto (pues no es algo demostrado y, en verdad, no es algo demostrable a menos que se haya hecho previamente una profesión de fe en algún tipo de providencia, laica o sacra, poco importa) estructura axiológicamente todo el artículo. Sin embargo, y este es un detalle importante, en ningún momento se indica hacia dónde avanza esa literatura.
El proceso histórico de la nueva poesía argentina comenzaría con un hecho político: el regreso de la democracia. Quizás sea coincidencia —y debo decir que Prieto asume el carácter convencional de sus fechas; de todos modos, ese convencionalismo está cargado de sentido—, pero los hechos que Prieto señala como comienzo de ese proceso se fechan en 1983 (publicación de Si no a enhestar el oro oído, de H. Piccoli y El texto silencioso, de T. Kamenszain) y 1984 (publicación de Arturo y yo, de A. Carrera y una revista de J. C. Martini Real). El libro de Kamenszain tiene —dice Prieto— el valor de haber armado «una señera tradición de la poesía argentina»; esa tradición reúne los siguientes nombres: Oliverio Girondo, Juan L. Ortiz, Macedonio Fernández, Francisco Madariaga. Con estos poetas Kamenszain construye el «padre ficticio» (la expresión es de Kamenszain) que le faltaba a la poesía argentina, «huérfana —continúa Prieto— de la figura y de la voz de un poeta como César Vallejo, como Pablo Neruda y Nicanor Parra, todos ellos de inmediata y comprobable influencia continental». Unos años más tarde, en 1986, Kamenszain realiza la misma ‘‘operación de lectura’’, pero, en lugar de construir un Golem (la expresión es de Kamenszain) undique collatis membris («con miembros reunidos de todas partes»), «esta vez podemos decir que Osvaldo Lamborghini emerge de nuestro laboratorio como aquel tatita joven que nos tiene dominados». El objetivo de ambas ‘‘operaciones’’ es el mismo: encontrar un padre ficticio. Es importante reparar en el carácter conscientemente ficticio de este vínculo de paternidad, pues implica una voluntad deliberada de negar u olvidar padres existentes: es evidente que nuestra literatura no ha comenzado de cero en los ‘80. En esa fecha ya existía una importante tradición nacional (huelga dar nombres), heredera y continuadora de una tradición europea, heredera y continuadora, a su vez, de las literaturas griegas y latinas.
Otro hecho que marca el comienzo de la «nueva poesía» argentina es la aparición del neobarroco de la mano de Perlongher. Este hecho tiene, según Prieto, «un valor históricamente contradeterminante», pues con el advenimiento de la democracia las expectativas estaban puestas en «la aparición de una nueva poesía comprometida, un renovado coloquialismo realista y militante, próximo a las enseñanzas de Juan Gelman y entroncado con la tradición emblemáticamente representada por Raul González Tuñón». Característica de la poesía neobarroca fue el haberse validado «como novedosa a partir de su carácter reactivo, de su capacidad para promover, casi de inmediato a su irrupción, una cadena de impugnaciones» que, contra lo esperado, no provinieron del maximalismo setentista —es decir, la poesía comprometida y militante— sino del objetivismo minimalista de Diario de poesía. El objetivismo, por haber reaccionado inesperadamente contra el neobarroco, posee al igual que él un «carácter contradeterminante» .
Aunque opuestos en sus idearios estéticos (el objetivismo aparece, en términos de García Helder, como una «implícita o explícita censura del neobarroco»), ambos, neobarrocos y objetivistas, coincidirían en «la conformación de una nueva lectura de la poesía argentina y la consecuente reformulación de una tradición nacional». Pero esta no es la única coincidencia: neobarrocos y objetivistas coinciden en la revalorización de muchos autores, y, sobre todo, en su apertura hacia la literatura latinoamericana. En este punto habría una importante novedad, pues las generaciones poéticas anteriores habrían puesto su interés preferentemente en las literaturas europeas o norteamericana, dándole la espalda a América Latina. El último punto de coincidencia es que «la novedad objetivista» se valida, al igual que los neobarrocos, «a partir de su carácter reactivo, de su capacidad para promover, casi de inmediato a su irrupción, una cadena de impugnaciones». De estas impugnaciones, «la más importante, programática y de extendidas consecuencias fue la que firmó en 1991 Ricardo Herrera en su libro La hora epigonal, titulada ‘‘Del maximalismo al minimalismo’’».
Hasta aquí, Prieto ha expuesto, por un lado, un mapa de quién es quién en la poesía argentina de los últimos 20 años, por otro lado, ha reproducido un esquema interpretativo que ordena esa sucesión de nombres y publicaciones en un relato significativo. Este realato comienza con un hecho político, el ‘‘regreso’’ de la democracia, y la aparición ‘‘contradeterminante’’ de dos movimientos poéticos de estilos opuestos pero de propuestas en buena medida coincidentes: neobarroco y objetivismo. Estos dos movimientos representan el momento positivo en la argumentación de Prieto; con la mención del ensayo de Herrera comienza el momento negativo. Si el primer momento representa ‘‘lo nuevo’’, este segundo momento representa ‘‘lo viejo’’. Prieto lo dice explícitamente: «el valor para Anadón es el mismo que instala Herrera en la poesía argentina: la vejez». Desde ya, la vejez no refiere a un criterio cronológico sino estético: mientras que los neoobjetivistas y los neobarrocos quieren romper con lo que ellos consideran la tradición por antonomasia —la historia ‘‘oficial’’— y comenzar una tradición más o menos de cero, Herrera y los ‘‘epifánicos’’ se autoperciben como continuadores de las diversas tradiciones que componen la historia de la poesía occidental. Unos quieren romper con el pasado; otros, continuarlo, conservarlo y modificarlo.
Aquí hay algunos problemas: ¿cuáles son las razones que permiten afirmar que el valor poético de Herrera y los llamados ‘‘epifánicos’’ es la vejez? Y, ya que lo viejo es tenido por un desvalor, ¿puede ‘‘lo nuevo’’ simpliciter ser considerado un valor? Aceptado que esto sea así, ¿cuál es su fundamento?¿Cuál es el fundamento de la novedad? En la respuesta a estas preguntas se encontrará la siguiente paradoja: los argumentos de Prieto confirman y validan aquello que pretenden refutar y criticar. Por no ser desprolijo y extenderme demasiado, tomaré sólo los textos y los argumentos aludidos por Prieto en su ensayo.
En «Del maximalismo al minimalismo» Herrera propone una lectura del fenómeno objetivista: el buscado minimalismo de los objetivistas no sería en verdad más que un maximalismo que ha perdido su fe. El poeta setentista era grandilocuente aun en sus bromas, pues su objetivo era redentor; él era, en verdad, un profeta de la inminente revolución. Sus temas podían ser menores, pero su horizonte era inmenso, encuadrado, como estaba, en el sistema de creencias de una escatología revolucionaria. Su palabra estaba justificada pues anunciaba el fin de los tiempos. Esta fe se quiebra en los años ‘80. Este fenómeno no es exclusivamente argentino, ni siquiera latinoamericano: se trata de un movimiento mundial que ha sido llamado ‘‘neoliberalismo’’ o ‘‘revolución conservadora’’. Lo que sostenía Herrera era que al desgastarse «el sostén ideológico de su práctica poética, [el poeta maximalista] se encontró de pronto situado en un tembladeral donde se le hacía imposible lograr el equilibrio entre lirismo y realidad». La fe revolucionaria actuaba de medio entre lírica y realidad; por ejemplo: entre la particularidad del hombre que se enamora y la universalidad de los valores que forman parte del proceso de la realidad y se manifiestan, entre otros lugares, en ese mismo amor. Por eso Bielsa, o Gelman o Silvio Rodríguez habían podido decir que amaban con la misma mano con que empuñarían el fusil de la liberación. El procedimiento no es novedoso: los católicos interpretan el Cantar de cantares, un poema de amor, como la relación entre la Iglesia y Cristo. El éxito argumentativo del texto de Herrera consiste en haber podido mostrar —analizando textos de Freidemberg, Aulicino, Perednik, Samoilovich— cómo el maximalismo es la ideología (en el sentido de sistema de creencias) que sostiene al minimalismo objetivista propugnado, entre otros, por Diario de poesía. Herrera analiza —es decir desarma, desliga, descompone— la ‘‘operación de lectura’’ que el objetivismo minimalista lleva a cabo con el pasado y consigo mismo; esta ‘‘operación’’ es la que Prieto presenta de un modo acrítico como natural, y por ello no ha podido darle otro fundamento que el arbitrario gesto de la voluntad de quienes iniciaron este movimiento. Esta arbitrariedad es lo que denota el término ‘‘contradeterminación’’: contra toda expectativa —decía Prieto— luego de la dictadura no habría regresado el maximalismo setentista, sino que —al parecer, ex nihilo— surgió un minimalismo: la estética objetivista. Ahora bien, el ensayo de Herrera señalaba justamente que luego de la dictadura no había habido un minimalismo auténtico (puro interés por los objetos relegados, las pequeñas historias, lo aparentemente insignificante), sino que aquello que se presentaba como tal era en realidad un maximalismo que había dejado de creer en sí mismo y que en consecuencia había adoptado una actitud cínica, rencorosa y despreciativa hacia aquello que antes amaba aunque más no sea como medio: la palabra. Y, en efecto, cínico es aquel que, incapaz de entender y apreciar los logros de otros hombres, intenta explicarlos como hipocresía, mentira o engaño, y por eso desprecia y se mofa de todo lo que aparece como noble o digno de admiración. Así, los poetas minimalistas —decía Herrera—, por un lado aparecen despreciando todo lo que tradicionalmente se ha entendido por poesía (temas, metros, rimas, ritmos), y pretenden fundar una tradición de cero; por otro lado —y este era el main thrust de Herrera—, ese desprecio y ese gesto fundador encontraban su fundamento en un desmesurado anhelo de transformación, donde el objeto de esa transformación es la sensibilidad del hombre; seguían siendo, en definitiva, maximalistas: transformar al hombre, había dicho Rimbaud, transformar la sociedad, había dicho Marx. Esto explica por qué para esta ideología «la actitud existencial y el compromiso político —continúa Herrera— son más importantes que las realizaciones estéticas. Pero al tener que vérselas con realizaciones estéticas y no políticas, ambos planos se entrecruzan y confunden». En esto consiste la tartufería propia de los objetivistas o minimalistas: su fracaso político es embellecido con poemas, y la medianía de sus poemas es justificada por ‘‘la voz’’ silenciada que ese objeto estético-político hace aparecer (la villa, el travesti, la bailanta, o esa entelequia que es ‘‘la mujer’’ para algunas feministas). Cito un pasaje del ensayo «Militancia y frivolidad», incluido también el La hora epigonal, que es particularmente claro respecto de las posiciones de Herrera:

«Dos son las actitudes que nuclean la poesía argentina actual: la militancia y la frivolidad. Esta militancia —una forma oblicua de activismo— no es exclusivamente política, pero implica una politización de la sensibilidad en aras de la cruzada que se propone llevar a cabo. A diferencia de la generación del 60, cuya militancia era francamente política y se movía entre una melancólica piedad por el hombre explotado y una irónica y despiadada crítica de la metafísica del explotador, una parte importante de la militancia actual está en manos de las mujeres. En efecto, la poesía feminista argentina surgida en los últimos tiempos cumple al pie de la letra los requisitos de la militancia por el solo hecho de haber programado su sensibilidad: ella se define por oposición, en contra de la ‘‘soberbia de una tradición falocéntrica’’ [...]. Sería un error creer que la frivolidad es el polo opuesto de esta actitud; por el contrario, ambas se definen en relación a intereses comunes y guardan entre sí una relación similar a la que tienen un rostro y una mácara. Así es, la ‘‘tradición falocéntrica’’ puede ser derrotada no solamente con la embestida frontal, sino también con la actitud iconoclasta y despreocupadamente desdeñosa de quien rehúsa tomarla en serio».

Minimalista en sus palabras, el objetivismo escondía un maximalismo en su corazón —es decir, en su metafísica— que lo llevaba a adoptar, una vez fracasada la militancia política, diversas formas de militancia cultural. Esa militancia importaba el mismo desprecio hacia el pasado que el de Lenin al comentar, frente a la gran campana de Westminster: «Este es su Big Ben», refiriendo con el posesivo a toda la cultura burguesa.
Prieto señala, como primera crítica, que la lectura que Herrera lleva a cabo de los textos de Diario de poesía es «intencionada y circunscripta». Desde ya que lo es, tanto como la que yo estoy haciendo de su texto o la que él mismo hace de los textos de Hablar de poesía. Ninguno ha leído la totalidad de las publicaciones del otro, y en consecuencia lleva a cabo lecturas circunscriptas; toda lectura, incluso la menos adjetivada, es intencionada: el acto de leer es, en varios sentidos, un acto intencional.
Pero la crítica más importante de Prieto a las afirmaciones de Herrera consiste en la tesis de que Hablar de poesía es un espejo invertido de Diario de poesía. De este modo, el ideario estético de lo que Prieto llama el ‘‘herrerismo’’ se presenta como una mera reacción contra la innovación propuesta por el Diario: «donde el Diario ve innovación, Hablar ve verborragia, balbuceo, gritos». En efecto, buena parte de lo que se ha publicado en el Diario consiste en balbuceos, gritos y verborragia, sólo que quienes lo publicaron han visto en ello un carácter innovador; de modo que de lo que trata es de fundamentar cuál es el motivo por el cual esos gritos constituyen efectivamente una innovación, y no son mera vanidad o facilismo. El verdadero motivo, señalaba Herrera, es de orden político, maximalista, y no puramente estético. Esto lo ve Prieto, quien afirma que «la intervención de Hablar de Poesía es eminentemente impugnadora, a partir del convencimiento (que ni los textos analizados ni la adjetivación exaltada con la que se los califica corroboran) de que el objetivismo es la continuación, por otros medios, del coloquialismo antipoético y sesentista; es decir, otra vez, la idea de que el ‘‘minimalismo objetivista’’ sería la versión oportunista del maximalismo sesenta setentista que es la verdadera bestia negra que Hablar de poesía viene a exorcizar». Aquí creo que el reduccionismo es excesivo hasta la falsedad.
Prieto está en lo cierto cuando afirma que la lectura que ambas revistas llevan a cabo de la poesía actual es contradictoria, y lo que se exalta en una es a menudo criticado en la otra. La falsedad reside en la afirmación reduccionista de que el carácter de Hablar sea eminentemente impugnador, es decir negativo. Lo que Hablar propone es un criterio estético que no se funda en la novedad; sobre la base de ese criterio, ha difundido la obra de diversos poetas contemporáneos —argentinos y extranjeros— muy poco conocidos o directamente desconocidos en la Argentina. Sólo que el criterio de selección no consiste en ver con quién o qué está rompiendo tal o cual poeta, sino con la calidad íntima de sus versos, con su belleza, con los ritmos que suscita, con las pequeñas o grandes variaciones que se pueden llevar a cabo sobre las formas métricas, y que, desde ya, sólo un oído acostumbrado a escuchar esas melodías puede llegar a apreciar, exactamente del mismo modo en que un oído que no se ha cultivado en la escucha de la música culta —y que se llama culta porque para apreciarla hay que cultivarse, no porque se desprecie a la música popular, que a menudo abreva a la culta— es incapaz de juzgar una ejecución, o de percibir los matices de las orquestas de distintos compositores.
El mismo Prieto cita una frase de Herrera donde se percibe que su objetivo no es la impugnación, sino el criterio de juicio: «lo nuevo, lo renovador y lo joven —dice Herrera— son categorías ficticias, arbitrarias y oportunistas». La lucha entre lo nuevo y lo viejo ha atravesado toda la historia de la cultura, y ha adquirido diversas formas: recuérdese, a título de ejemplo, la batalla que Rabelais presenta entre los Arimaspiens y los Néphélibates en Le quart livre, o la disputa entre los antiqui y los moderni en la Baja Edad Media. Pero en estos casos los moderni no fundaban su superioridad en su misma novedad, sino en valores de otro tipo, por ejemplo en que poseían una lógica superior a la de los viejos, como en el caso de Pedro Abelardo en su disputa con Bernardo de Claraval. Herrera no recusa la novedad per se, sino utilizada como criterio exclusivo de juicio. No lo interpreta así Prieto, quien ve en esa frase de Herrera una pura «impugnación del presente»; por eso Prieto sostiene que «Hablar de poesía instala en la poesía argentina un paradójico nuevo valor: el valor de lo viejo». Esto no se infiere de ningún modo de las palabras citadas de Herrera; este tipo de inferencias aparentes son llamadas falacias; en efecto, de la afirmación de que lo nuevo no es un valor no se desprende que lo viejo lo sea. Si bien es evidente que esta afirmación —central en la estructura argumentativa del texto de Prieto— es lógicamente falsa, también lo es desde un punto de vista psicológico: cualquiera que lea los ensayos o los poemas de Herrera podrá comprobar que ni se aprecia todo el pasado qua pasado, ni se desprecia todo el presente qua presente: lo que se recusa es la sucesión cronológica como criterio valorativo. Por último, cuando aparecen valoraciones negativas de la novedad, suceden siempre en el contexto de una contraposición polémica a la koiné progresista que afirma una cierta interpretación de la novedad como principal criterio de juicio. Para ilustrar esta communis opinio progresista tomo un ejemplo del texto de Prieto, donde afirma que la obra de Gambarotta «se había convertido en una suerte de emblema del valor de lo nuevo -de eso que aun no se sabe bien cómo debe leerse, como señalaba Samoilovich en su reseña del libro (‘‘bello en un género de belleza desconocido’’)- que era el que el Diario, como conjunto, venía a promover y a instalar, en la tradición de las vanguardias». Ignoro cómo se puede atribuir a algo un predicado que se desconoce; ¿qué sentido tiene la afirmación ‘‘la pared es blanca de un género de blanco desconocido’’? A este tipo de absurdos conduce el asumir lo nuevo como exclusivo valor de juicio.
Al comienzo de este ensayo señalé que el texto de Prieto corrobora la tesis que pretende refutar: que el minimalismo objetivista es en verdad un maximalismo enmascarado, vergonzante. Esto se aprecia en la crítica a Pablo Anadón y en la afirmación final del realismo.
Anadón es considerado un «joven viejo» que participa del «ideario herrerista». Como muestra de este ideario, Prieto cita el siguiente texto de Anadón: «la tradición dominante es la de la transgresión sin fin, como quien dice una infinita colocación de bigotes a la Gioconda, una enésima proposición de la artisticidad del mingitorio. Si la transgresión, por cierto, es útil y necesaria cuando la norma se ha vuelto asfixiante, una vez que la norma hace tiempo que no es concebida como tal, la transgresión continua se resuelve en banalidad, en insignificancia. Creo que ha llegado la hora de olvidarnos de ser novedosos». El texto es claro. ¿Qué lee Prieto en él? «Por cierto —comenta Prieto—: en el inconsciente auditivo de cualquier lector de poesía argentina (menos, tal vez, en el de Anadón, que parece no tenerlo) la frase, su frase, se inscribe sobre la proclama lugoniana de 1924: ‘‘Ha llegado para el bien del mundo la hora de la espada’’». Anadón está discutiendo posiciones estéticas, y si en algún momento menciona la política es justamente por afirmaciones como la que Prieto sostiene al comentar a Anadón, con el objetivo explícito de vincular sus posiciones estéticas con posiciones políticas filofascistas. La mala fe de este proceder es evidente. Un poco más adelante vuelve a recurrir al expediente de desacreditar al adversario de discusión emparentándolo con el sector considerado como ‘‘el mal’’ político: en dos ocasiones señala que la terminología de Anadón es la del diario La Nación, antikircherista. ¿Qué tiene que ver aquí la apelación a la polémica coyuntural de un diario o de una clase social con el gobierno? No importa cuál sea la posición que se tenga al respecto, el punto es que no viene al caso pues no tiene ningún valor argumentativo en el marco de la discusión. Pero, en verdad, sí tiene un valor, si no argumentativo, retórico, pues quien lo enuncia es un minimalista que ha sobrecargado sus posiciones estéticas con los desmesurados anhelos del maximalista vergonzante. Quiero ser claro: aquí no estoy objetando la legitimidad del maximalismo político; siempre ha habido revoluciones y tentativas de ruptura de un orden y fundación de otro; todo parece indicar que, dado que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, las habrá. Creo que no es deseable que se desencadenen revoluciones, pero parece inevitable mientras perdure y se agudice el estado actual de inequidad. ¿Qué tienen que ver todas estas creencias con mis juicios estéticos? Nada, pues mis juicios estéticos no se sustentan en mis preferencias políticas. Si me conmueven los versos de Juan Ramón Jiménez o de Louis Aragon, el motivo se encuentra en los versos mismos, no en la posición política de sus autores. He constatado a menudo, con pesar, que aquellas personas con quienes mejor me entiendo en mis intereses culturales están en ocasiones muy lejos en sus ideas políticas; este hecho no ha sido jamás motivo de una mayor o menor simpatía hacia ellos de mi parte. Pero el caso es que yo no soy un maximalista ni tengo evangelio alguno —renovador o conservador— que predicar. No parece suceder lo mismo con los minimalistas objetivistas, y esto es lo que paradójicamente vuelve a poner de manifiesto Martín Prieto.
El último punto concierne al realismo. Según Prieto, «el verdadero horror del herreranadonismo es concentrado y doble: al presente y, entonces, al realismo. Y su antídoto es simple: la lírica, la sublimidad». Esto es falso en dos sentidos: por un lado, ni Herrera ni Anadón apuestan a lo sublime; Anadón describe un mundo enteramente cotidiano y de pequeñas ‘‘epifanías’’ (una joven en el vidrio de un bar, el zurear de las palomas, la fachada de un colegio) en su libro El trabajo de las horas; Herrera refiere una charla con sus hijos, el misterio de un árbol, el rumor de las piedras de un río, en su libro Por la puerta entornada. La trampa de la posición de Prieto consiste en la identificación exclusiva de ‘‘lo real’’ con la miseria, el desperdicio, la marginalidad, los usos agramaticales del lenguaje, los insultos o los términos escatológicos. ¿Tienen los excrementos un peso ontológico mayor que las hojas de un árbol o las golondrinas becquerianas? Me temo que no.
La principal falencia de este momento argumentativo del artículo de Prieto consiste en la completa ausencia de una definición o, cuando menos, una sugerencia de qué entiende por realismo. Alude a Lukács, pero Prieto no parece compartir la sólida filosofía hegelianomarxista que sostiene su monumental Estética o los ensayos de Problemas de realismo. Lukács desprecia por burguesa ‘‘la poética de las cosas’’, y este es uno de los motivos por los que rechaza el naturalismo de Zola . Lukács, lo que quiere, es épica, una épica que narre la gran epopeya de la liberación humana, aquello que Hegel interpretó como el proceso del espíritu hacia la libertad y Marx reinterpretó como la dinámica histórica que conduce de la división del trabajo y las clases a la sociedad sin clases y finalmente a la Aufhebung der Arbeit («superación del trabajo»). Ni Prieto ni los objetivistas parecen compartir esta filosofía de la historia de horizonte escatológico.
Quisiera concluir este comentario con un parecer personal. A mi juicio, la función y la importancia de Hablar de poesía en la historia de la literatura argentina puede ilustrarse haciendo referencia al mito de las palabras heladas de Rabelais. Estas palabras tienen un curioso comportamiento: al contacto del frío aire invernal se vuelven heladas y silenciosas, pero cuando regresa el buen tiempo se derriten y pueden ser escuchadas con facilidad. Así, mientras los abogados venden palabras, Pantagruel parece estar vendiendo silencio. Quizás las extendidas consecuencias que, según Prieto, ha tenido el planteo de Herrera consisten en que, debajo del aparente silencio del hielo —la presunta appellatio ad veteres— puede ya percibirse el rumor de verdaderas palabras.


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