lunes, 21 de diciembre de 2009

Ricardo H. Herrera / El anclaje idiomático




En el párrafo final de su discurso de recepción del Premio Nobel, Seamus Heaney desliza la siguiente afirmación: “La forma poética es tanto el barco como el ancla. Al mismo tiempo, flotabilidad y estabilidad...” Por más que el lector analice los conceptos que preceden y suceden a esta frase, no hallará la clave de la metáfora marinera. Para comprender el sentido de la metáfora en cuestión es preciso acudir al ensayo de Heaney sobre su traducción del Beowulf. Declara el poeta en esas páginas que en su juventud, cuando realizaba sus estudios universitarios, leyó varios poemas anglosajones, “gracias a lo cual ―explica― no sólo se agudizó mi sensibilidad en torno al lenguaje, sino que desarrollé un enorme afecto por la melancolía y reciedumbre que caracterizan esta poesía”. Inmediatamente después de hacer su manifestación de apego profundo a la lengua madre, expone cuál fue la razón que, tras algunos titubeos, lo decidió a aceptar el ofrecimiento editorial de llevar a cabo la traducción del Beowulf. Antes de ir al meollo de la cuestión, como quien toma sus precauciones, vuelve otra vez sobre el tema de la afinidad y afirma: “abrigaba un fuerte deseo de regresar al primer estrato de la lengua y aquilatar el tesoro (verso 2.509 [del Beowulf])”. Sin embargo, el motivo recóndito de su aceptación del encargo tenía una doble vertiente: por un lado, su fidelidad al sustrato arcaico del idioma, por otro, un decidido antagonismo al lenguaje usado en el presente, o, mejor dicho, a la dilapidación del “tesoro” que se estaba llevando a cabo en la poesía estadounidense durante esos días. Veamos su declaración: “Esto ocurrió a mediados de los ochenta, época en que había yo comenzado a dar clases en Harvard de manera regular, lo cual me abría los oídos al habla sin anclas de cierta poesía norteamericana contemporánea. Decir que sí al encargo del Beowulf habría de implicar (discutía a mi capota) una suerte de antídoto auditivo, una manera de asegurar que mi ancla lingüística permanecería alojada en el fondo marino anglosajón. Así pues, acepté la tarea.” Ahora se comprende el sentido y el alcance de la metáfora marinera que usó Heaney en Estocolmo para delimitar las cualidades ―“flotabilidad y estabilidad”― de la forma poética. Dicho sin imágenes: la forma poética se define no sólo por la audacia de sus avances en términos de aventura semántica, sino también por su necesidad de no perder de vista el área lingüística en la cual la poesía realiza su navegación. Dejar de lado las perspectivas de anclaje, equivale a la imposibilidad de llegar a buen puerto, de fondear la nave junto al muelle de la propia literatura. Que el tema tiene trascendental importancia, lo dice a las claras el simple hecho de que su advertencia esté ubicada en la conclusión de su discurso de recepción del Nobel.
Aquilatar el tesoro del idioma... Obviamente, se trata de una vuelta de tuerca sobre el viejo motivo mallarmeano: darle un sentido más puro a las palabras de la tribu. La novedad, lo verdaderamente insólito, radica en que Heaney ha percibido el descuido por la lengua no en el far west, sino en la universidad de Harvard, una de las instituciones educativas más prestigiosas de los Estados Unidos. Evidentemente, consideró que la poesía que se escribía en las aulas de Harvard no tomaba en cuenta el “primer estrato de la lengua”. Su recelo es de origen exclusivamente “auditivo”, ya que la noción de anclaje en su concepción de la forma poética tiene que ver con la dimensión sonora del poema. Para entender en qué consiste para Heaney esta dimensión sonora, es preciso volver al último párrafo de su discurso de recepción del Nobel. Analiza allí brevemente cómo logra Yeats dar “su nota afinada a su máximo extremo” en un verso que sirve de estribillo a su célebre poema Meditaciones en tiempos de guerra civil. El análisis de dicho estribillo no pasa únicamente por su proyección semántica, sino sobre todo por la prodigiosa aplicación de los instrumentos formales que le dan vida para la poesía de lengua inglesa, o sea, por el firme y persuasivo entramado armónico creado por los acentos y las rimas, por el ritmo y la melodía. De lo dicho se desprende como lógico corolario que la usual afirmación privativa del versolibrismo de que cada poema crea su propia forma constituye un aserto sin anclaje (no más original de aseverar que todo poema es distinto de otro), ya que la noción de forma poética guarda una relación de vital filiación con la dimensión consuetudinaria de la entonación del idioma, vale decir: con la periodicidad de los acentos y de las rimas de estructuras rítmicas que tienen su origen en la infancia misma de la lengua. Hasta tal punto Heaney sintió que esa dimensión estaba amenazada en la poesía estadounidense, que decidió volver al punto de partida: el Beowulf. Algo así como si un poeta argentino que hubiese educado su oído leyendo la poesía de Borges (una voz tan controlada y enérgica como la de Yeats), tras asistir a un taller literario impartido en Bahía Blanca dedicado a ese contratiempo denominado “poesía de los noventa”, sintiera la imperiosa necesidad de releer el Poema de Mio Cid a fin de acrecentar la dimensión de musicalidad propia de nuestro idioma. No es improbable que esa relectura le concediese incluso la oportunidad de tender un puente entre su abatimiento y su tesón de hombre del siglo XXI y la melancolía y la reciedumbre que caracterizan la lengua castellana desde el momento mismo de su nacimiento.
Manteniéndonos siempre dentro del ámbito de los valores sonoros que dan vida a la poesía (diferenciándola de la prosa), vamos ahora a otro de los ensayos de Heaney: Envidias e identificaciones: Dante y el poeta moderno. Sin rebajar la importancia de la lectura de Dante realizada por Eliot, tema del ensayo en cuestión, el poeta irlandés contrasta dicha lectura con el acercamiento llevado a cabo por Mandelstam sobre la obra del mismo lírico. Afirma: “El Dante de Ósip Mandelstam es la recreación más ávida, más inspiradora, más deliciosamente invitadora a una aproximación que podríamos desear...” Este contundente y merecido elogio sin fisuras guarda estrecha relación con el tema que venimos perfilando, ya que no sería exagerado afirmar que el Coloquio sobre Dante de Mandelstam constituye la piedra basal de la crítica de poesía que un poeta de nuestro tiempo puede llevar a cabo con todo derecho. Tanto la crítica literaria de Joseph Brodsky como la de Seamus Heaney, sin duda los poetas de mayor predicamento en las dos últimas décadas del Siglo XX, se derivan de ese texto ejemplar. Aunque a quienes no sabemos ruso nos resulta imposible leer la poesía de Mandelstam, sí nos está permitido reconocer en su prosa su atención casi obsesiva a la dimensión sonora del idioma. En las primeras páginas de su Viaje a Armenia, por ejemplo, encontramos las líneas siguientes: “Mi llegada [a Armenia] como aficionado no alegró a nadie. El pedido de ayuda en el estudio de la lengua armenia antigua no conmovió el corazón de esas personas, ni siquiera la mujer poseía la llave para ese conocimiento. // Como resultado de una incorrecta apreciación subjetiva, me acostumbré a ver en cada armenio a un filólogo... Aunque, en parte, esto era cierto. Hay gente que hace resonar las llaves del idioma, incluso cuando no tiene ningún tesoro para abrir”, o ningún tesoro que aquilatar, como afirma Heaney a propósito de aquéllos que tienen el deber de hacerlo pero falsean o extravían los instrumentos que permiten acceder a él. El estupor de Mandelstam ante la dimensión sonora del armenio es absoluto; se enfrenta al sortilegio del idioma del modo en que sólo puede hacerlo un poeta ante un poema que lo fascina por el carácter virginal de su tejido armónico, distrayéndolo de su contenido como si se tratase de un fenómeno de segundo orden. El sonido despierta en Mandelstam un apetito insaciable. La “imaginación auditiva” (categoría crítica de origen eliotano) tiene las características de un afrodisíaco poético que desencadena su ardor metafórico: “Yo experimenté la alegría de pronunciar sonidos prohibidos para los labios rusos, secretos, réprobos y posiblemente, incluso, vergonzosos a cierta profundidad. // Había una hermosa tetera con agua hirviendo y, de golpe, arrojaron en ella una pizca de un prodigioso té negro. // Así es para mí el idioma armenio.”
La noción de anclaje verbal, de estabilidad idiomática, también incorpora símiles terrestres en la obra ensayística de Heaney. En su ensayo titulado W.B.Yeats y su Thoor Ballylee, la figura del ancla marinera encuentra su equivalente terrestre en la torre normanda que compró Yeats en 1916, y con la cual identificó hasta tal punto su concepto de la poesía que su mejor libro lleva el título de La torre. Dice Heaney: “La imagen de un templo dentro del oído, de una arquitectura innegablemente acústica, de una bóveda escrita, de lo firme, lo en su lugar y lo indesalojable de la forma poética, todo esto es una de las grandes contribuciones de Yeats a nuestro siglo...” Subrayo los tres conceptos cruciales de esta suerte de anclaje idiomático terrestre que provee la torre concebida como forma innegablemente acústica: lo firme, lo en su lugar y lo indesalojable. El concepto de anclaje se enriquece al complementar la noción de estabilidad idiomática con la idea de arquitectura sonora. Ya no se trata sólo de fondear la barca del poema dentro del área idiomática, sino de construir con la lengua ―cincelando cada verso como un bloque de granito― un resguardo que defienda al idioma contra la malversación de su tesoro. También este matiz (de estirpe rilkeana en el pasaje citado) halla su equivalente en la prosa de Mandelstam. Volvamos al Viaje a Armenia: “Más que los hongos me gustaban las góticas piñas y las hipócritas bellotas en sus capuchitas monásticas. Acariciaba las piñas. Ellas se erizaban. Me inducían. En su ternura con forma de cáscara, en su geométrica curiosidad estúpida, yo sentía los rudimentos de la arquitectura, el demonio que me acompañó toda la vida.” Aquí ya no es la aguerrida torre normanda construida por el hombre sino la naturaleza misma la que provee el modelo de la forma poética, como si la naturaleza atesorara en algunas de sus frágiles y perennes formas materiales una suerte de premonición de la tenacidad medieval por la construcción de catedrales.
No es casual, por ende, que el poeta elegido por Mandelstam para desplegar de modo integral su poética sea un hombre del medioevo que, forjando una lengua en estado naciente, logró construir la arquitectura verbal más compleja y soberbia de su literatura. La noción de sonoridad aparece no bien iniciamos la lectura del Coloquio sobre Dante. Dice el primer párrafo: “El discurso poético es un proceso cruzado y se compone de dos sonoridades: la primera de estas sonoridades es la modificación que nosotros oímos y percibimos de las herramientas mismas del discurso poético, que van apareciendo en el transcurso de su propio ímpetu; la segunda sonoridad es propiamente el discurso, es decir, el trabajo de fonética y de entonación que se realiza con las herramientas mencionadas.” Para cualquier poeta que cuente en su taller con las herramientas del discurso poético, este párrafo no ofrece dificultades de interpretación; para un versolibrista de nuestro tiempo, en cambio, no puede sino ser ininteligible, ya que no cuenta con herramienta alguna. La tan pregonada libertad del versolibrismo de las últimas décadas no es otra cosa que indigencia instrumental. Y, lo afirma Mandelstam, la línea sonora exclusivamente discursiva, “tomada fuera de la metamorfosis instrumental, se ve privada de toda importancia, de todo interés y se presta a ser narrada, lo que, desde mi punto de vista, es un síntoma inequívoco de ausencia de poesía, ya que allí donde la obra se deja medir con la vara de la narración, allí las sábanas no han sido usadas, es decir, que ―si se me permite la expresión― allí no ha pernoctado la poesía.” Inexplicablemente, los libros de ensayos de Seamus Heaney, de Joseph Brodsky y de Ósip Mandelstam no faltan en la biblioteca de ningún versolibrista. ¿Qué leen en ellos? ¿Cómo los leen? Estas son preguntas que no tienen respuesta. Probablemente, se trata de un esnobismo tan vetusto y paradójico como el apego por la Biblia que suelen demostrar aquellos que viven sin prestarle la menor atención a sus preceptos.

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