viernes, 18 de diciembre de 2009

Ricardo H. Herrera / Imitaciones

Giacomo Leopardi: El infinito


Siempre vuelvo a este monte solitario
y al follaje que obstruye la visión
de gran parte del último horizonte.
Al llegar, admirando, me imagino
el infinito espacio más allá:
silencios sobrehumanos, honda calma,
hasta casi aterrar el corazón.
Mas no bien oigo el viento susurrar en los árboles,
y distingo esa voz
de aquel silencio inmenso,
me alcanza la memoria de lo eterno,
y la muerta estación, y la presente
y viva con su son. Así le entrego
a esta inmensidad mi pensamiento,
y me hundo dulcemente en este mar.



Umberto Saba: A la orilla del mar



Un día de festiva claridad,
a las seis de la tarde. Atrás del faro,
en un lugar tranquilo donde oía
sonar cencerros y la voz de un chico
jugando en paz al lado de los cascos
de viejos barcos, junto al ancho mar,
solo, sentado. Ahí alcancé, tal vez,
el límite de mi dolor humano.

Entre las piedras que iba recogiendo
para arrojar al agua (era un viga
el blanco, que flotaba) encontré un trozo
de un bello cuenco ocre, placentera
y útil forma una vez, en la cocina
con su ventana abierta al sol y al verde
de la colina. Incluso a eso un hombre
puede, angustiosamente, parecerse.

Pasó un barco de velas amarillas
que iba tiñendo de amarillo el mar,
y el silencio era extremo. De la muerte
ya no tuve deseo, sino vergüenza
de no haberla elegido todavía,
de dejarme tentar por cualquier cosa
que al asomar sobre la vasta tierra
me maravilla con su suavidad.





Giuseppe Ungaretti: Memoria de Ofelia d’Alba



Bellos ojos saciados
que detrás de los párpados cerrados
permanecéis ingrávidos
y prematuramente pensativos,
toda la vana luz fue consumida,
y en vosotros, las cosas inmortales
que apremiasteis con dudas inmaturas
en sus metamorfosis pasionales,
buscan la paz ahora,
y pronto, en vuestro abismo de silencio,
encontrarán reposo
como algo concluido:
ya símbolos eternos, ya palabras,
reminiscencias puras...



Paul Valéry: La durmiente



¿Qué enigmas del pasado reanima mi querida
tras su tierno disfraz, como oliendo unas flores?
¿Qué inciertos materiales, con sus tenues fulgores
tornan tan luminosa a una mujer dormida?

Soplo, sopor, silencio: la calma se prodiga.
Has vencido, quietud, más tenaz que la pena;
cuando la onda del sueño avanza y desordena,
conviertes a ese cuerpo en el de una enemiga.

Durmiente, áurea espesura de sombras y pasiones,
tu temible reposo desborda de esos dones.
Oh gacela tendida con honda placidez,

no obstante el alma ávida de anhelos encubiertos,
tu forma —el vientre puro, furtiva desnudez—
vela, tu forma vela. Y mis ojos abiertos.




Pierre-Jean Jouve: Belleza


Que Dios me dé el poder para expresar
la justa proporción de la belleza
libre del cuerpo donde sexo y lágrimas
se mezclan dando a luz la soledad;

que Dios me dé el secreto del poema
cual pan y vino contra el diablo triste,
oh belleza, la muerta, ven, asiste
a tu heraldo curado de apostemas;

Belleza, siempre indómita en el alma
ningún deseo te roza o te alcanza
tú entiendes mi avidez;
me aferra la ignorancia
desde el instante en que te di mis armas,
desde que amándote me consumí.




Robert Frost: Siega


No se oye otro sonido junto al bosque, sólo éste;
y es mi larga guadaña susurrándole al campo.
¿Qué le está susurrando? No sabría decirlo.
Tal vez le narra algo sobre el ardor del sol,
algo sobre la ausencia de rumores, tal vez,
y de ahí su susurro, su explicarse en voz baja.
Nada acerca del sueño que nos regala el ocio,
o del oro ofrecido por un duende o un hada;
lo que excede lo cierto le parece muy poco
al amor esforzado que cultiva en el cieno
(no sin sus tenues flores: las pálidas orquídeas)
espantando culebras de un verde deslumbrante.
Los hechos son los sueños más dulces del trabajo.
Susurra mi guadaña, mientras prospera el heno.




James Joyce: Una flor dada a mi hija


Frágil la rosa blanca, frágil también la calma
de quien la dio, de quien
más pálida y exangüe tiene el alma
que la descolorida ola del tiempo.

Frágil y bella — y todavía
más frágil es la extraña maravilla
que atesoran tus ojos,
hija mía.



Wallace Stevens: Mozart, 1935



Sentáte al piano, poeta.
Interpretá el presente, su tachín-tachín,
su tra-la-lá, su traca-traca,
su risotada resentida.

Si ellos tiran piedras al techo
mientras hacés arpegios,
se debe a que bajan por la escalera
un cuerpo hecho pedazos.
Sentáte al piano.

Esa clara reliquia del pasado:
el divertimento.
Ese diáfano sueño del futuro:
el sereno concierto...
Cae la nieve.
Tocá las cuerdas punzantes.

Hablá de tú,
no de vos. Hablá de tú, de tú,
al nombrar este miedo feroz,
al nombrar el dolor acorralado.

Que el tú asuma el sonido invernal
parecido al del gran viento aullando
por el cual la aflicción se libera,
disuelta, absuelta,
en un refulgente sosiego.

Podemos volver a Mozart.
Él era joven, y nosotros, nosotros somos viejos.
Cae la nieve
y las calles están llenas de gritos.
Tú, siéntate.




Ezra Pound: Ité

Que mis cantos reclamen el elogio
del hombre joven, del intransigente;
que seduzcan al que ama lo perfecto.
Que irguiéndose en la cruda luz sofóclea
soporten sus heridas jovialmente.




Wystan Hugh Auden: Rimbaud

Las noches, los andenes, el firmamento tóxico,
sus fieros compañeros ignoraban su meta;
pero en ese muchacho la estafa del retórico
explotó como un caño: el frío hizo al poeta.

Su endeble y tierno amigo pagaba la bebida
que metódicamente desarregló su vida;
rehuyó la proverbial idiotez de la época
y al fin les dijo adiós al vicio y a la estética.

El verso era un extraño trastorno del oído;
no bastó ser sincero; eso era casi igual
al dolor de la infancia; intentó otro camino.
Galopando por África, soñó algo más real:
un hijo, el ingeniero; el fin de la condena;
su verdad compatible con la mentira ajena.



Eugenio Montale: Al mediodía


Al mediodía pálido y absorto
junto al muro ruinoso de una huerta,
sentir en la maleza las presencias
de mirlos escondidos, de culebras.

Por la tierra o encima de las plantas
curiosear la labor de las hormigas,
ya sea que se dispersen o se apiñen
en la cima de su ínfima gavilla.

Al observar a través del follaje
las lejanas escamas del oleaje,
escuchar la cigarra que se obstina
con su chirrido en la árida colina.

Y al alejarnos bajo el sol que ciega,
sentirnos deslumbrados por la pena
de saber que esta vida y su faena
es como recorrer una muralla
rematada con vidrios de botella.



Attilio Bertolucci: Secuencia familiar

No pidas más, la dicha es este
apacible camino. Huyen los años
pero el día transcurre lentamente.
El sol se aquieta en párpados y muros;
tú, yo, los hijos, demos gracias
cada uno a su modo.

Y cuando el tiempo
venza al encanto que miramos frágiles
en este largo día de ocio íntimo
(ya de regreso, en la sombra de un pórtico
encuentran protección las golondrinas),
oh, que en la lumbre incierta de la tarde
en donde la estación se exalta consumándose,
de nuevo entre nosotros la hermosa primavera,
negros vuelos y gritos al poniente
presagien otra noche de lluvia igual a ésta
que le dé paz a nuestra unión terrena.



Giorgio Caproni: Concluida la obra

a Ermando Nobilio, maestro ebanista

Lo hecho, amigos,
hecho está. Podemos
guardar las armas. Cada uno
(si quiere —si es que alguien
lo espera) puede ir
libre hacia donde el corazón
lo impulsa. Yo
que no tengo casa
(que, aquí entre ustedes, vean,
y para ustedes, soy Dios
—que existe, se dice, sólo
cuando se le reza: un acto,
en el fondo, de desesperación
y negación), yo
—que no tengo un lugar—
prefiero quedarme
un poco todavía —calentarme
los dedos con el último fuego
para la cola, y expulsar
de la mano el temblor
que la agita; luego, reducido a cenizas
el tizón, desaparecer
“con el favor de las tinieblas”.



Pier Paolo Pasolini: David

Pobre chico, apoyado en el pozo;
qué grave es la alegría de tus ojos
si vuelves hacia mí tu soberbia cabeza.

Te pareces al toro que un día de septiembre
va de las manos de un niño risueño
mansamente a la muerte.

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