Gottfried Benn / ¿Debe la poesía mejorar la vida?
[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]
[“Soll die Dichtung das Leben bessern?”, en: G.B., Gesammelte Werke in vier Bänden, ed. Dieter Wellershoff, vol. 1, “Essays, Reden, Vorträgen”, Wiesbaden 21962, 583-593. La conferencia fue pronunciada el 15 de noviembre de 1955, en la sede de la radio de Colonia, en el marco de una discusión pública con Reinhold Schneider. Estas palabras fueron las últimas que pronunció en público. El 7 de julio de 1956, Gottfried Benn, septuagenario, muere en Berlin.]
El tema propuesto para nuestra reunión vespertina ya ha sido explicado en sus libros, de manera reiterada, por los dos expositores presentes, por el Sr. Dr. Reinhold Schneider y por mí mismo. Bastará con que Uds. hayan leído sólo algunas páginas del Sr. Schneider, y otro tanto de las mías, para saber de manera aproximada lo que pensamos al respecto. Por lo que a mí concierne, en lugar de empezar con repeticiones, quiero emplear otro método para aproximarme al tema.
El método que quiero emplear consiste en examinar primeramente el tema con toda exactitud, y hacerlo pasar ante mis ojos, palabra por palabra. Debe: esto no puede interpretarse sino en el sentido de que aquí se quiere hallar una tarea, para la poseía o sobre ella, que sea vinculante. En los Diez Mandamientos, este Debe aparece en cada proposición del Decálogo: o “debes”, o “no debes”. Es una palabra dura este Debe en el capítulo vigésimo del libro segundo de Moisés. “Y todo el pueblo vio los truenos y relámpagos”, leemos, “y el sonido de la trompeta y el monte humeante. Pero como vieron tales cosas, huyeron y se pusieron lejos.” Pues bien, nosotros no queremos ponernos lejos, pero hay algo apodíctico delante de nosotros, este Debe, y él nos conduce de inmediato a la pregunta que sigue: ¿Quién pregunta, en rigor, quién viene a reclamar que se le de una explicación acerca de la poesía? ¿Es un economista, un pedagogo, un cura, un abogado; o será la Vox populi, el Consensus omnium, o el ideal democrático, según el cual cada hijo de vecino debe saberlo todo y hablar, también él, acerca de todo? No se sabe, y dejo la pregunta por de pronto sin respuesta.
La poesía: puesto que ya no hay más rapsodas y que nosotros mismos no lo somos, poesía significa un libro, un libro con poesía, un libro lleno de poesía. Un libro, pues, de tal índole, debe mejorar la vida, o no mejorarla; esto aún está por decidirse. Ahora bien, hay muchos libros que, de manera muy evidente, quieren mejorar la vida, libros de Economía, por ejemplo, donde se discute la cuestión acerca de un equilibrio entre libertad y coacción, entre el poder individual ilimitado y la economía de la sociedad de masas, y al final se muestra una salida que ha de redundar en situaciones mejores. O hay libros de Medicina sobre la neurosis, la represión, la enfermedad de los directivos, y estos libros aconsejan, recomiendan, prohíben, para mejorar la vida. Entre esta serie de libros tendríamos pues el libro lleno de poesía, en relación con el cual se nos ha planteado la cuestión de examinar si debe mejorar. Podemos admitir aquí el teatro como un libro hojeado.
Ahora viene la tercera palabra, y ella encierra una pregunta fundamental: ¿Qué es, en rigor, la vida misma? ¿Qué se quiere decir, qué de ella debe mejorarse? Su fisiología o sus emociones, el ser productivo o el pensante. “Vida” es un término muy breve para todo lo que significa, y así nuestro tema comienza a volverse espinoso; y aquí podría bosquejarse una crítica del concepto de “vida”, que es algo infrecuente, extemporánea en cualquier caso, pero no es por esto por lo que venimos a ella, sino porque el tema nos lo impone. Desde hace largo tiempo comencé a meditar acerca de qué extraño es esto de que el concepto de la vida se haya vuelto el concepto supremo de la posición de nuestra conciencia y de nuestra conciencia moral. Fuera del verso de Schiller: “La vida no es de los bienes el supremo”, uno halla sólo pocas restricciones críticas de esta especie. La vida: aquí la raza blanca se estremece; es el último sostén de las creencias de nuestro ciclo cultural inmediato. Es un residuo del biologismo del siglo XIX, el que obliga a la Europa actual a luchar por toda vida, incluso por su prolongación más miserable, a mantenerla siquiera una hora más con inyecciones y máscaras de oxígeno, mientras que por otra parte conocemos otros ciclos culturales donde la vida común, la vida de todo el mundo, no contaba para nada: entre los Egipcios, los Incas o en el mundo dorio; y todavía hoy escuchamos lo que ocurre en ciertas tribus nómades del Asia: cuando los padres se vuelven una carga, el hijo mayor introduce la espada por la pared del pabellón y el anciano se arroja desde dentro contra ella, oponiéndole el corazón. De modo que no es una exigencia universal, antropológica, este cuidado de la vida que se espera de nosotros.
El tema propuesto para nuestra reunión vespertina ya ha sido explicado en sus libros, de manera reiterada, por los dos expositores presentes, por el Sr. Dr. Reinhold Schneider y por mí mismo. Bastará con que Uds. hayan leído sólo algunas páginas del Sr. Schneider, y otro tanto de las mías, para saber de manera aproximada lo que pensamos al respecto. Por lo que a mí concierne, en lugar de empezar con repeticiones, quiero emplear otro método para aproximarme al tema.
El método que quiero emplear consiste en examinar primeramente el tema con toda exactitud, y hacerlo pasar ante mis ojos, palabra por palabra. Debe: esto no puede interpretarse sino en el sentido de que aquí se quiere hallar una tarea, para la poseía o sobre ella, que sea vinculante. En los Diez Mandamientos, este Debe aparece en cada proposición del Decálogo: o “debes”, o “no debes”. Es una palabra dura este Debe en el capítulo vigésimo del libro segundo de Moisés. “Y todo el pueblo vio los truenos y relámpagos”, leemos, “y el sonido de la trompeta y el monte humeante. Pero como vieron tales cosas, huyeron y se pusieron lejos.” Pues bien, nosotros no queremos ponernos lejos, pero hay algo apodíctico delante de nosotros, este Debe, y él nos conduce de inmediato a la pregunta que sigue: ¿Quién pregunta, en rigor, quién viene a reclamar que se le de una explicación acerca de la poesía? ¿Es un economista, un pedagogo, un cura, un abogado; o será la Vox populi, el Consensus omnium, o el ideal democrático, según el cual cada hijo de vecino debe saberlo todo y hablar, también él, acerca de todo? No se sabe, y dejo la pregunta por de pronto sin respuesta.
La poesía: puesto que ya no hay más rapsodas y que nosotros mismos no lo somos, poesía significa un libro, un libro con poesía, un libro lleno de poesía. Un libro, pues, de tal índole, debe mejorar la vida, o no mejorarla; esto aún está por decidirse. Ahora bien, hay muchos libros que, de manera muy evidente, quieren mejorar la vida, libros de Economía, por ejemplo, donde se discute la cuestión acerca de un equilibrio entre libertad y coacción, entre el poder individual ilimitado y la economía de la sociedad de masas, y al final se muestra una salida que ha de redundar en situaciones mejores. O hay libros de Medicina sobre la neurosis, la represión, la enfermedad de los directivos, y estos libros aconsejan, recomiendan, prohíben, para mejorar la vida. Entre esta serie de libros tendríamos pues el libro lleno de poesía, en relación con el cual se nos ha planteado la cuestión de examinar si debe mejorar. Podemos admitir aquí el teatro como un libro hojeado.
Ahora viene la tercera palabra, y ella encierra una pregunta fundamental: ¿Qué es, en rigor, la vida misma? ¿Qué se quiere decir, qué de ella debe mejorarse? Su fisiología o sus emociones, el ser productivo o el pensante. “Vida” es un término muy breve para todo lo que significa, y así nuestro tema comienza a volverse espinoso; y aquí podría bosquejarse una crítica del concepto de “vida”, que es algo infrecuente, extemporánea en cualquier caso, pero no es por esto por lo que venimos a ella, sino porque el tema nos lo impone. Desde hace largo tiempo comencé a meditar acerca de qué extraño es esto de que el concepto de la vida se haya vuelto el concepto supremo de la posición de nuestra conciencia y de nuestra conciencia moral. Fuera del verso de Schiller: “La vida no es de los bienes el supremo”, uno halla sólo pocas restricciones críticas de esta especie. La vida: aquí la raza blanca se estremece; es el último sostén de las creencias de nuestro ciclo cultural inmediato. Es un residuo del biologismo del siglo XIX, el que obliga a la Europa actual a luchar por toda vida, incluso por su prolongación más miserable, a mantenerla siquiera una hora más con inyecciones y máscaras de oxígeno, mientras que por otra parte conocemos otros ciclos culturales donde la vida común, la vida de todo el mundo, no contaba para nada: entre los Egipcios, los Incas o en el mundo dorio; y todavía hoy escuchamos lo que ocurre en ciertas tribus nómades del Asia: cuando los padres se vuelven una carga, el hijo mayor introduce la espada por la pared del pabellón y el anciano se arroja desde dentro contra ella, oponiéndole el corazón. De modo que no es una exigencia universal, antropológica, este cuidado de la vida que se espera de nosotros.
[...]
¿O es que, finalmente, la poesía debe acaso mejorar, consolar, sanar, en sentido medicinal? Hay muchos que afirman tal cosa. Música para perturbados mentales y Rilke para la introspección en curas de ayuno. Pero cuando en Kierkegaard leemos: “La verdad vence sólo mediante el padecer”, cuando Goethe escribe; “padeciendo aprendí mucho”; cuando Schopenhauer y Nietzsche consideran el grado y la capacidad para sufrir como la norma que mide el rango individual; cuando Reinhold Schneider escribe: “En el enfermo ha de manifestarse la gloria de Dios, el milagro que realiza en él”, y cuando Schneider además designa la desaparición de la conciencia de lo trágico como el ocaso de nuestra cultura, ¿debe entonces la poesía, o el poeta, colaborar para el mejoramiento de estas situaciones deplorables? ¿No debería, antes bien, por responsabilidad ante una verdad superior, hacer alto y permanecer dentro de sí mismo? Una “verdad superior” en sus labios, exclamarán Uds., ¿qué significa esto ahora? Respondo que no puedo imaginarme un Creador que considerase como una mejora lo que, en el sentido de nuestro tema, podría significar eso de “mejorar”. Él diría, por cierto: qué se figura esta gente; la conservo a través de la miseria y la muerte para que alcance la dignidad humana, y ya se hacen a un lado otra vez con píldoras y té de hinojo, y quieren divertirse y hacer viajes en ómnibus, y por lo que toca a la poesía, sostengo lo dicho por Reinhold Schneider: “Es propio del ser del arte dejar preguntas abiertas, vacilar, perseverar en la penumbra.” Quien siente así la poesía, ése irá tal vez más lejos. En la penumbra; y sobre el Creador y el mejorar baste con lo dicho.
Hasta acá me he empeñado en una crítica formal del tema propuesto, pero no me limitaré a esto. Lo examinaré en sus entresijos y haré que me hable. Pero antes, quisiera decir todavía, recapitulando lo dicho, que nuestro tema es una pregunta muy alemana, que responde a un modo de formular muy alemán. No creo que esta pregunta hubiese podido ser planteada así en Francia, Italia o Escandinavia. A nosotros nos toca de cerca, porque por nuestra historia literaria podríamos pensar que los poetas mismos, ellos como ejemplo, ídolo, yo moral armonioso, como un precedente, podrían mejorar la juventud y la época. Y así es, en efecto, si contemplamos los últimos cien años de nuestra literatura, pues vemos en ella muchos grandes hombres, figuras íntegras como Storm y Fontane, idílicas, como Mörike, Stifter, Hesse, cívicas como Thomas Mann, Gerhart Hauptmann, seres todos de una noble humanidad, hombres honorables todos. Frente a ellos, Dostoievski jugaba a la ruleta como un maniático; Tolstoi no se bañaba durante semanas para apestar como un cosaco. Maupassant escribió que un hombre normal conoce eróticamente de trescientas a cuatrocientas mujeres en el curso de su vida. Verlaine disparó en plena calle sobre Rimbaud, lo hirió y fue a parar por dos años a la cárcel. De Oscar Wilde será mejor ni hablar. De modo que tampoco una vida ejemplar, que mejore a los otros, puede obtenerse de los productores de la poesía.
Para ahondar todavía más en los problemas de nuestro tema, me volví para ver qué opinan los propios poetas acerca de su actividad, si es que acaso la explican apuntando al mejoramiento de otros. Pero esto no lo hallé confirmado. Hebbel escribe: “Poetizar significa ponerse el mundo como un abrigo y calentarse”. Una tesis bastante egocéntrica. Ibsen dijo: “Poetizar significa juzgarse a sí mismo”. La expresión es famosa, pero no logro sacar mucho de ella. De Kafka escuchamos: “Cuanto no se refiere a la literatura es cosa que aborrezco, que me hastía.” Anatole France escribe: “Hemos de reconocer por fin que cuando no podemos callar hablamos de nosotros mismos.” Interesante es una observación de Rilke: “Nada pretende menos un poema que estimular en el lector al posible poeta.” Extraordinaria es esta sentencia de Joseph Conrad: “Poetizar significa, en el fracasar, experimentar lo esencial” . Para terminar, otra vez Maiakovski; éste anota: “El trabajo del poeta ha de prolongarse día tras día para acrecentar el dominio del oficio y para reunir productos poéticos provisorios. Un buen cuaderno de notas es más importante que la capacidad de escribir en metros anticuados.” Reparen Uds., a propósito de esta máxima, en las palabras “productos previos” y “cuaderno de notas”. Con esto nos encontramos ya en la antesala de un arte abstracto, consciente, artístico. Por ningún lado, a lo largo de esta correría, vemos o escuchamos de los autores algo de aspiraciones a mejorar en relación con otros. Pero Goethe, se dirá, él sí estaba empeñado en un esfuerzo que beneficiase a todos, él se afanaba por la formación, la educación, el mejoramiento. Pero, replico yo a mi vez, ¿qué es lo que Goethe, en rigor, no era? Y si estudiamos sus poemas, los más perfectos, los más bellos – “Por qué nos diste las hondas miradas” o la canción de las parcas, o el canto nocturno: “Oh, desde el blando bancal soñando oye siquiera un poco” –, ellos muestran, en el colmo del acierto, una y otra vez sólo la plenitud del poeta en sí mismo; sin que yo afirme por ello que sea una plenitud desde sí misma.
Pero ahora me arrojo en mar abierto y dejo que las olas choquen sobre mí: ¿debe la poesía mejorar la vida? Inspiro esta esencia humana, esta esencia idealista, penetrada de esperanza. Pero, pregúntome de inmediato, ¿cómo puede uno, que poetiza, vincular con ello, además, un sentido secundario? Quien poetiza está, por cierto, frente al mundo entero. “Frente” no significa en actitud hostil. Sólo hay un fluido de ahondamiento y silencio en torno a él. En las mesas puede ocurrir lo que sea, cada cual tener sus aficiones personales, comer, beber, estar achispado, hablar acerca de su perro, de Riccione ... no lo molestan y él no los molesta. Él está en un estado crepuscular, tiene cenefas luminosas en torno a su cabeza, un arcoiris, se siente a gusto. No quiere mejorar nada, pero tampoco deja que se lo mejore; está como suspendido en el aire. O está sentado en su casa, entre cuatro paredes modestas; no es un comunista, pero no quiere tener dinero, tal vez un poco de dinero, pero no vivir en la abundancia. Está sentado, pues, en su casa; enciende la radio, toma el pulso a la noche, hay una voz en la habitación, la voz tiembla, brilla y se oscurece, luego se interrumpe; una luz azulina se ha apagado. Pero qué reconciliación, qué reconciliación momentánea, qué abrazo de ensueño de vivos y muertos, de recuerdos y de lo ajeno al recuerdo; lo pone completamente fuera de su esfera; viene de reinos comparados con los cuales estrellas y soles serían paralíticos; de tan lejos viene; está: perfecto.
Hasta acá me he empeñado en una crítica formal del tema propuesto, pero no me limitaré a esto. Lo examinaré en sus entresijos y haré que me hable. Pero antes, quisiera decir todavía, recapitulando lo dicho, que nuestro tema es una pregunta muy alemana, que responde a un modo de formular muy alemán. No creo que esta pregunta hubiese podido ser planteada así en Francia, Italia o Escandinavia. A nosotros nos toca de cerca, porque por nuestra historia literaria podríamos pensar que los poetas mismos, ellos como ejemplo, ídolo, yo moral armonioso, como un precedente, podrían mejorar la juventud y la época. Y así es, en efecto, si contemplamos los últimos cien años de nuestra literatura, pues vemos en ella muchos grandes hombres, figuras íntegras como Storm y Fontane, idílicas, como Mörike, Stifter, Hesse, cívicas como Thomas Mann, Gerhart Hauptmann, seres todos de una noble humanidad, hombres honorables todos. Frente a ellos, Dostoievski jugaba a la ruleta como un maniático; Tolstoi no se bañaba durante semanas para apestar como un cosaco. Maupassant escribió que un hombre normal conoce eróticamente de trescientas a cuatrocientas mujeres en el curso de su vida. Verlaine disparó en plena calle sobre Rimbaud, lo hirió y fue a parar por dos años a la cárcel. De Oscar Wilde será mejor ni hablar. De modo que tampoco una vida ejemplar, que mejore a los otros, puede obtenerse de los productores de la poesía.
Para ahondar todavía más en los problemas de nuestro tema, me volví para ver qué opinan los propios poetas acerca de su actividad, si es que acaso la explican apuntando al mejoramiento de otros. Pero esto no lo hallé confirmado. Hebbel escribe: “Poetizar significa ponerse el mundo como un abrigo y calentarse”. Una tesis bastante egocéntrica. Ibsen dijo: “Poetizar significa juzgarse a sí mismo”. La expresión es famosa, pero no logro sacar mucho de ella. De Kafka escuchamos: “Cuanto no se refiere a la literatura es cosa que aborrezco, que me hastía.” Anatole France escribe: “Hemos de reconocer por fin que cuando no podemos callar hablamos de nosotros mismos.” Interesante es una observación de Rilke: “Nada pretende menos un poema que estimular en el lector al posible poeta.” Extraordinaria es esta sentencia de Joseph Conrad: “Poetizar significa, en el fracasar, experimentar lo esencial” . Para terminar, otra vez Maiakovski; éste anota: “El trabajo del poeta ha de prolongarse día tras día para acrecentar el dominio del oficio y para reunir productos poéticos provisorios. Un buen cuaderno de notas es más importante que la capacidad de escribir en metros anticuados.” Reparen Uds., a propósito de esta máxima, en las palabras “productos previos” y “cuaderno de notas”. Con esto nos encontramos ya en la antesala de un arte abstracto, consciente, artístico. Por ningún lado, a lo largo de esta correría, vemos o escuchamos de los autores algo de aspiraciones a mejorar en relación con otros. Pero Goethe, se dirá, él sí estaba empeñado en un esfuerzo que beneficiase a todos, él se afanaba por la formación, la educación, el mejoramiento. Pero, replico yo a mi vez, ¿qué es lo que Goethe, en rigor, no era? Y si estudiamos sus poemas, los más perfectos, los más bellos – “Por qué nos diste las hondas miradas” o la canción de las parcas, o el canto nocturno: “Oh, desde el blando bancal soñando oye siquiera un poco” –, ellos muestran, en el colmo del acierto, una y otra vez sólo la plenitud del poeta en sí mismo; sin que yo afirme por ello que sea una plenitud desde sí misma.
Pero ahora me arrojo en mar abierto y dejo que las olas choquen sobre mí: ¿debe la poesía mejorar la vida? Inspiro esta esencia humana, esta esencia idealista, penetrada de esperanza. Pero, pregúntome de inmediato, ¿cómo puede uno, que poetiza, vincular con ello, además, un sentido secundario? Quien poetiza está, por cierto, frente al mundo entero. “Frente” no significa en actitud hostil. Sólo hay un fluido de ahondamiento y silencio en torno a él. En las mesas puede ocurrir lo que sea, cada cual tener sus aficiones personales, comer, beber, estar achispado, hablar acerca de su perro, de Riccione ... no lo molestan y él no los molesta. Él está en un estado crepuscular, tiene cenefas luminosas en torno a su cabeza, un arcoiris, se siente a gusto. No quiere mejorar nada, pero tampoco deja que se lo mejore; está como suspendido en el aire. O está sentado en su casa, entre cuatro paredes modestas; no es un comunista, pero no quiere tener dinero, tal vez un poco de dinero, pero no vivir en la abundancia. Está sentado, pues, en su casa; enciende la radio, toma el pulso a la noche, hay una voz en la habitación, la voz tiembla, brilla y se oscurece, luego se interrumpe; una luz azulina se ha apagado. Pero qué reconciliación, qué reconciliación momentánea, qué abrazo de ensueño de vivos y muertos, de recuerdos y de lo ajeno al recuerdo; lo pone completamente fuera de su esfera; viene de reinos comparados con los cuales estrellas y soles serían paralíticos; de tan lejos viene; está: perfecto.
[...]
Qué hermoso sería, para uno que tiene que hacer poesía, si él pudiese vincular con ello algún pensamiento superior, uno firme, uno religioso o uno humano también; qué consolador sería para su emisor secreto, que envía los rayos de la muerte; pero creo que a muchos no les nace un pensamiento consolador de ese género; creo que viven en un vacío despiadado; vuelan allí las flechas sin que nada las desvíe; hace frío, un frío gélido, allí sólo valen los rayos, sólo las esferas supremas, y lo humano no cuenta.
En ese ámbito surge la poesía. Y con esto tenemos ante nosotros el problema del arte monológico. El poema es monológico. Esta afirmación no es una anomalía constitucional mía; también más allá del Atlántico la hallamos representada. En los Estados Unidos se intenta promover también la lírica mediante cuestionarios; se envió un cuestionario de estos a catorce líricos en los Estados Unidos; una de las preguntas decía: ¿A quién está dirigido un poema? Escuchen Uds. lo que respondió un tal Richard Wilbur: un poema, dice, está dirigido a la Musa, y ésta existe, entre otras razones, para encubrir el hecho de que los poemas carecen de destinatario. El poema, la lírica, es la mejor prueba para nuestra pregunta. Un poema es siempre la pregunta por el yo, y todas las esfinges, todas las imágenes de Sais se mezclan en la respuesta. El ciclo cultural atlántico pues, hoy y aquí: el poema moderno, el poema absoluto, es el poema sin fe, el poema sin esperanza, el poema dirigido a nadie, un poema de palabras que Ud. engarza de manera fascinante. Y bien puede ser él una esencia supraterrena, trascedente, que si no mejora la vida del hombre individual, lo excede y sobrepasa. Quien detrás de esta afirmación y de esta locución no quiera ver más que nihilismo y disolución, no ve que, incluso detrás de la fascinación y la palabra, hay oscuridades y abismos de la existencia suficientes para satisfacer al más meditabundo; que en cada forma de esas que fascinan viven suficientes substancias de pasión, de naturaleza y de experiencia trágica. Abarquen Uds. con la mirada ese camino que es el de Uds. mismos: el camino religioso y el estético-poético a través de los milenios: la humanidad toda vive de algunos encuentros del hombre consigo mismo; pero, ¿quién se encuentra a sí mismo? Sólo pocos, y en tal caso, solos.
He aquí pues que el orador, pensarán tal vez Uds., responde la pregunta que se le formuló con la negación más rotunda. No, no hace tal cosa. La poesía no mejora, pero hace algo mucho más decisivo: tranforma. Carece, si es arte puro, de impulsos históricos, de impulsos terapéuticos y pedagógicos; actúa de otro modo: cancela el tiempo y la historia, su efecto apunta a los genes, a la masa heredable, a la substancia: un largo camino interior. La esencia de la poesía es infinito recato, destructor su núcleo, pero delgada su periferia; no es mucho lo que toca, pero lo hace ardiendo. Todas las cosas se invierten, todos los conceptos y categorías tranforman su carácter en cuanto se los considera como lo hace el arte, en cuanto él los presenta, en cuanto ellos se le presentan. El arte hace fluir como torrente lo ya endurecido, lo decrépito y cansado, un fluir como torrente que confunde y resulta incomprensible, pero que en las orillas convertidas en desierto va esparciendo simientes, simientes de dicha y simientes de aflicción; el ser de la poesía es plenitud y fascinación.
Y para que Uds. vean qué seria es la situación para la que procuro hallar los términos que la expresen, concluyo con unos versos de Hebbel en los que Uds. también escucharán esa palabra que es ajena a mi estilo, pero en la que muchos de Uds. quizás confían; es una estrofa del poema “A los jóvenes”; reza como sigue:
Sí, sea, dice también Dios,
y en silencio su bendición desciende,
porque no hace un motivo de mofa
del que a sí mismo aquilatarse quiere.
Traducción y notas Martín Zubiria
En ese ámbito surge la poesía. Y con esto tenemos ante nosotros el problema del arte monológico. El poema es monológico. Esta afirmación no es una anomalía constitucional mía; también más allá del Atlántico la hallamos representada. En los Estados Unidos se intenta promover también la lírica mediante cuestionarios; se envió un cuestionario de estos a catorce líricos en los Estados Unidos; una de las preguntas decía: ¿A quién está dirigido un poema? Escuchen Uds. lo que respondió un tal Richard Wilbur: un poema, dice, está dirigido a la Musa, y ésta existe, entre otras razones, para encubrir el hecho de que los poemas carecen de destinatario. El poema, la lírica, es la mejor prueba para nuestra pregunta. Un poema es siempre la pregunta por el yo, y todas las esfinges, todas las imágenes de Sais se mezclan en la respuesta. El ciclo cultural atlántico pues, hoy y aquí: el poema moderno, el poema absoluto, es el poema sin fe, el poema sin esperanza, el poema dirigido a nadie, un poema de palabras que Ud. engarza de manera fascinante. Y bien puede ser él una esencia supraterrena, trascedente, que si no mejora la vida del hombre individual, lo excede y sobrepasa. Quien detrás de esta afirmación y de esta locución no quiera ver más que nihilismo y disolución, no ve que, incluso detrás de la fascinación y la palabra, hay oscuridades y abismos de la existencia suficientes para satisfacer al más meditabundo; que en cada forma de esas que fascinan viven suficientes substancias de pasión, de naturaleza y de experiencia trágica. Abarquen Uds. con la mirada ese camino que es el de Uds. mismos: el camino religioso y el estético-poético a través de los milenios: la humanidad toda vive de algunos encuentros del hombre consigo mismo; pero, ¿quién se encuentra a sí mismo? Sólo pocos, y en tal caso, solos.
He aquí pues que el orador, pensarán tal vez Uds., responde la pregunta que se le formuló con la negación más rotunda. No, no hace tal cosa. La poesía no mejora, pero hace algo mucho más decisivo: tranforma. Carece, si es arte puro, de impulsos históricos, de impulsos terapéuticos y pedagógicos; actúa de otro modo: cancela el tiempo y la historia, su efecto apunta a los genes, a la masa heredable, a la substancia: un largo camino interior. La esencia de la poesía es infinito recato, destructor su núcleo, pero delgada su periferia; no es mucho lo que toca, pero lo hace ardiendo. Todas las cosas se invierten, todos los conceptos y categorías tranforman su carácter en cuanto se los considera como lo hace el arte, en cuanto él los presenta, en cuanto ellos se le presentan. El arte hace fluir como torrente lo ya endurecido, lo decrépito y cansado, un fluir como torrente que confunde y resulta incomprensible, pero que en las orillas convertidas en desierto va esparciendo simientes, simientes de dicha y simientes de aflicción; el ser de la poesía es plenitud y fascinación.
Y para que Uds. vean qué seria es la situación para la que procuro hallar los términos que la expresen, concluyo con unos versos de Hebbel en los que Uds. también escucharán esa palabra que es ajena a mi estilo, pero en la que muchos de Uds. quizás confían; es una estrofa del poema “A los jóvenes”; reza como sigue:
Sí, sea, dice también Dios,
y en silencio su bendición desciende,
porque no hace un motivo de mofa
del que a sí mismo aquilatarse quiere.
Traducción y notas Martín Zubiria
Etiquetas: Gottfried Benn, Hablar de Poesía 17, Martin Zubiria
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