sábado, 25 de junio de 2011


Ricardo H. Herrera

Continuidades y rupturas en la poesía argentina


[Texto leído en el III Festival Nacional de Poesía

Centro Cultural de la Cooperación, 24 de junio de 2011]


¿Qué hay que entender por continuidades y rupturas de la poesía argentina? ¿Las disputas estéticas de los últimos cien años? El tema me supera ampliamente. Sólo puedo hablar de mi idea de la continuidad, de los motivos que me llevaron a adoptarla y de la manera en que la hice mía. Voy al punto. Mi concepto de continuidad tiene que ver con la intención de recuperar y transmitir la especificidad de arte del castellano. La prosodia de nuestro idioma no obedece al azar; más bien, “parece haberse definido en íntima relación con las condiciones fonológicas de [la] lengua” (T. Navarro Tomás). Naturalmente, es este un asunto que no se puede liquidar con una frase. Pero cualquiera que haya leído algo sobre poesía china entenderá que esa lengua tiene una especificidad de arte que le es propia, de modo absoluto, sin que hagan falta demostraciones de ningún tipo. También nuestra lengua, si bien de modo menos absoluto, tiene la suya. Esto es algo que un poeta joven debiera tener bien claro si no quiere perder tiempo. No fue mi caso, ya que cuando tenía veinte años leía traducciones de poesía china con el mismo oído con que leía poesía argentina. Mi oído no percibía diferencias entre Pizarnik escrita por Pizarnik y Wang Wei traducido por Marcela de Juan, entre Giannuzzi escrito por Giannuzzi y Eliot traducido por Wilcock, entre Bayley escrito por Bayley y Michaux traducido por Galtier. No sólo no percibía diferencias, sino que las traducciones me interesaban mucho más. De modo que al escribir poesía, también yo escribía en una especie de castellano traducido. Fue al hacer mis propias traducciones de poesía italiana cuando me topé con la especificidad de arte de nuestra lengua.

También escuché en esa época grabaciones con buena poesía leída por sus autores ―Neruda, Guillén, Borges, Marechal, Girondo (todavía conservo la versión de En la masmédula en un disco de vinilo)― pero no alcanzaron a educar mi oído. Fueron las traducciones las que tuvieron una incidencia significativa en mi primera formación. Puede que el contenido avasallara a la forma; o bien, que participara de un prejuicio colectivo: la creencia de que lo bueno estaba en otra parte. En esa época, tanto las fidelidades inherentes a la continuidad como las osadías propias de la ruptura eran neutralizadas y homologadas por la traducción. Acaso excesivas lecturas, muy desordenadas. Podía saltar, sin el menor sobresalto, de un poema de Bernárdez a otro de Breton traducido por Pellegrini. De modo que todo era más o menos lo mismo: una mélange. En 1976 las cosas cambiaron, se produjo un giro copernicano; compré tres libros importantes: Vita d’un uomo de Ungaretti, La bufera e altro de Montale y el Nuovo dizionario italiano-spagnolo de Ambruzzi. A poco de comenzar a traducir, comprobé que nada estaba librado al azar en la poesía de esos líricos: cada verso respondía a una ley rítmica profunda, a un rigor que en ese momento no alcanzaba a definir con claridad. Me había topado con la denostada métrica, disciplina acerca de la cual, la verdad sea dicha, lo ignoraba todo, ya que tanto el surrealismo como el coloquialismo y el intelectualismo (las tendencias dominantes de los años setenta) se habían encargado de barrer hasta el último residuo métrico de la poesía que se escribía entonces en Argentina. Tomé por ende la decisión de traducir rítmicamente, respetando tanto la cantidad de sílabas como la ubicación de los acentos de cada verso. Fue un trabajo lento, progresivo, difícil, no del todo logrado. Sin ser demasiado consciente de ello, estaba dando mis primeros pasos por los senderos de la continuidad. Mientras lo hacía, descubría hasta qué punto la literalidad es un bluff colosal.

A partir del momento en que tomé conciencia de la indigencia formal de mi propia poesía y la de mis contemporáneos, se me planteó una disyuntiva de hierro: o acababa por dominar la técnica del verso y de la forma o me dedicaba a otra cosa, ya que, como afirma Montale, es “inconcebible que [un poeta] ignore todo lo que se ha hecho desde el punto de vista técnico en su arte”. La traducción de algunas composiciones de esos libros modificó mi vínculo con la poesía, me permitió reestructurar experiencias informes, tanto de escritura como de lectura. Había dado con la especificidad de arte del italiano. Y también, en tanto traducía de la manera que he descripto antes, con la especificidad de arte del castellano. Dicho de otro modo: descubrí cómo era posible darle temple al verso, cómo se alcanza el ritmo, la música de la poesía. Dar con el ritmo exige una perspectiva histórica que se ubica exactamente a las espaldas de la tradición de la ruptura. Ello es así porque no hay ritmo sin repetición, y, como es sabido, repetición y ruptura son términos que se excluyen. La música está en el origen de la poesía, es su marca de nacimiento. Música quiere decir armonía, conciliación, liberación. Ruptura, en cambio, quiere decir conflicto, conflicto con la continuidad en primer lugar y, en segundo lugar, conflicto como proyecto, como futuro, lo cual es un verdadero problema. Para lograr música en poesía es necesario poseer al menos un mínimo dominio de la forma y del verso medido.

A propósito de esto, el año pasado se publicó en Buenos Aires un libro firmado por varios autores titulado El verso libre, un libro que acaso puede llegar a tener alguna incidencia entre los que recién comienzan a escribir. Todos los autores, obviamente, se han cubierto las espaldas al emitir sus juicios. También yo me cubro las mías ahora si digo que no creo que el verso libre sea el instrumento más adecuado para hacerse la mano en poesía, ya que se trata de un fenómeno subjetivo que difícilmente posibilitará el acceso a esa realidad objetiva que es la especificidad de arte del castellano. También dejar de lado las formas canónicas me parece un error. Quiero dar ejemplos concretos para discutir el concepto simplista de la poesía y de su historia que anima ese libro. Un primer ejemplo: Vallejo. Vallejo fue un constante cultor del soneto, antes, durante y después de Trilce; hay cuarenta composiciones con esa forma en su obra, algunas celebérrimas, como “Piedra negra sobre una piedra blanca” e “Intensidad y altura”, escritas ambas al final de su vida (las dos se cuentan entre sus poemas mayores). El terremoto de Trilce no apartó a Vallejo de la continuidad: los poemas XV, XXVII, XXXIV y XLVI de ese libro son sonetos. En cada etapa de su trayectoria literaria, Vallejo probó sus nuevos medios expresivos con la forma que estaba en la base de su formación como poeta. Era un artista completo, sin deficiencias técnicas; su verso (que de libre no tiene nada) se inscribe de lleno en la tradición de la lengua, es profundamente musical. No hay poeta menos programático que Vallejo, está en las antípodas de las experiencias de las minorías burguesas de vanguardia. Un segundo ejemplo: la evolución de la sextina a lo largo del tiempo, su continuidad. Nace a fines del Siglo XII en Provenza, de manos de il miglior fabbro, Arnaut Daniel; la retoman en Italia Dante y Petrarca un siglo después; doscientos años más tarde llega a España, Herrera y Lope son sus cultores; y de ahí se difunde por toda Europa. A fines del Siglo XVII desaparece del mapa; no hay ni un solo vestigio de la sextina durante otros doscientos años. Podría haberse afirmado con cierto fundamento que la forma estaba muerta. Pero las formas no mueren, lo que muere es la capacidad de una época para sacarle provecho a un recurso. Reaparece pues la sextina en el Siglo XX con Pound, Auden, Bishop, Ungaretti, Lowell, Gil de Biedma y otros poetas de igual relieve. Es la búsqueda de la extraviada especificidad de arte de la lengua la que obliga a realizar esas pruebas con formas arcaicas. Intentaré esclarecer el concepto, ya que hace a mi definición de la continuidad.

Leer a un clásico (Ungaretti y Montale fueron y siguen siendo mis clásicos) permite viajar a los orígenes de la lengua y recorrer su trayectoria histórica deteniéndose en cada uno de sus puntos cruciales, porque en la mayoría de los grandes poetas están presentes, en un verso u otro, todas las grandes voces que los precedieron. Esto es lo propio de la continuidad: incluir en el presente la totalidad del pasado. A más de permitirnos articular cada palabra como si recién naciera, la traducción concede la posibilidad de recrear el propio idioma y, asimismo, de captar en qué consiste el ritmo. Ese ritmo tiene que estar en relación con la tradición de la lengua y, al mismo tiempo ―nos aconseja Eliot― con el idioma que se habla en el presente. Un consejo de verdad difícil de seguir, porque raras veces esa relación guarda algún equilibrio; por lo general, los vasos comunicantes entre uno y otro compartimento suelen estar llenos de desperfectos, lo cual obliga a una intervención poética que guarde relación con los inconvenientes del caso. No siempre se trata de ceder, de rebajar el rango verbal de la poesía; a veces se impone lo contrario, esto es: impulsar el idioma hacia el silencio y darle transparencia, alejarlo del ruido y la trivialidad que amenazan con degradarlo. En casos así, en los que la continuidad está en juego, la tarea del poeta es bastante penosa.

“A partir del romanticismo ―afirma Valéry― suele imitarse la singularidad en lugar de imitar, como antaño, la maestría.” Por lo arraigado que está en nuestra cultura ese mimetismo de la singularidad (vale decir: la ruptura), pocos comprenden a fondo la índole excepcional de la encrucijada histórica en que nos encontramos: nunca hubo antes nada similar, ni remotamente. Estamos en la época en que “la poesía lírica ha roto sus barreras [...] millones de poetas escriben poemas que no tienen ninguna relación con la poesía.” Son palabras de Montale, pertenecen a su discurso de recepción del premio Nobel (diciembre de 1975). En una emergencia tan insólita, cabe plantearse seriamente la cuestión de la continuidad, ya que hace al futuro mismo de la lírica. De hecho, a eso apuntaba el discurso del gran poeta italiano, que no por nada se tituló “¿Es posible la poesía todavía?” Yo no pude dejar de plantearme la cuestión en mi juventud. De modo que respondí a la pregunta montaliana de la manera que describí antes: traduciendo su obra, empeñando mi voluntad en el aprendizaje de la poesía entendida como arte, como descubrimiento de la peculiaridad de la voz de nuestro idioma. La poesía, obviamente, aún estaba por escribirse. Pero ese es otro tema. En la poesía el arte cuenta sólo en tanto puede ser superado por la intensidad de la entrega del propio ser.

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1 comentarios:

A las 1 de julio de 2011, 10:33 , Blogger Pablo Seguí ha dicho...

Estimado Ricardo: por fin me asomo al espacio virtual de la revista. Leo con interés esta entrada; veo que la misma renueva los argumentos a esto que estás proponiendo a los poetas argentinos. En mi caso, escribir "según el viejo arte" se dio más bien de un modo natural. Probablemente debido a mi pasado como músico, encontré bueno el tratar de escribir según algunas reglas, afinando habilidad, puliendo versos a la vieja usanza, más allá de lo que tuviera que decir.

Te recuerdo con mucha simpatía, de cuando nos conocimos en lo de Anadón, hará un mes o dos. Me interesaría que vieras un poco algunas traducciones que propongo de poetas franceses. Las podés encontrar en http://traduciendofranchutes.blogspot.com/ . Me qued pensando un poco eso de "evitar la literalidad" para las traducciones; me encantaría saber algo más de eso a lo que simplemente aludís. De inmediato te linkeo desde "La lección de piano". Abrazo.

 

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