“Hay en nosotros ciertas cualidades que nosotros mismos no sabríamos reconocer en una obra nuestra, tampoco las advertimos en la reacción del mundo, sin embargo son las más preciosas, y hacernos conscientes de ellas aceleraría el curso de nuestra sangre: interceptar tales rayos y reorientarlos es el cometido más delicado de la amistad.” Esto escribe Hoffmansthal en un aforismo de El libro de los amigos, un aforismo en el que se le adjudica al amigo una misión que se confunde con el ideal del crítico: captar las cualidades más connaturales a la sensibilidad de un autor, ésas que emanan del núcleo más íntimo de su temperamento artístico, y ayudarlo a comprenderse a sí mismo, a aceptarse a sí mismo, a crecer más fielmente apegado a sí mismo. Sólo al ejercer una responsabilidad de este tipo la crítica aparece como necesaria para quien escribe. En un momento de la cultura como el actual, en el que muchas veces el poeta distorsiona su visión o menoscaba su oficio por atender a los reclamos de una realidad que lo niega de raíz, la ayuda que puede prestarle una crítica amiga de la sensibilidad poética resulta evidente.
Ahora bien, para que pueda hablarse tanto de amistad como de crítica, es preciso que la tarea de ambas sea llevada a cabo sin que quien la realiza pierda su autonomía espiritual. Diría, inclusive, que es sirviéndose de la autonomía de la propia personalidad como la labor del crítico y la misión del amigo cobran validez y resultan fructuosas; ya que se trata, en efecto, de sentir reciprocidad por la forma en que el don de la poesía ha encarnado en el otro, pero, al mismo tiempo, de dejar de lado el territorio falaz de las identificaciones que deslíen las diferencias en el pacto o el compromiso. Distancia y simpatía son el anverso y el reverso de la amistad y la crítica. Que Javier Adúriz sea amigo mío, y que yo esté invitado a hablar de su libro en tanto crítico, constituye pues una coincidencia afortunada, ya que, a la hora de colaborar con el desarrollo futuro de un poeta, la inteligencia que cuenta es la del corazón. Adúriz toca con mucha precisión este punto, el del enriquecimiento que se deriva de la distancia y la simpatía de quien —entregado y sin reservas— dialoga con nosotros, en un poema dedicado a su mujer. Dice allí: “Hay una huella en tu corazón / que no he recorrido. // Conozco con ardor los pliegues / de tu risa transformando la estancia. / Conozco con ardor el perfume / de tu cuerpo perforado de espíritu, / esa mirada oscura tuya, / convocándome. // Siempre, no obstante, resta / un secreto: el camino encantado / de tu pensamiento.”
“El camino encantado de tu pensamiento...” Una declaración de este tipo debiera poder hacerle la poesía a la crítica para manifestarle su estupor por la complementariedad que recibe del pensar, del pensar el poema que ha nacido oscuro (u oscuramente) y que para el autor defiende esquivo su profundidad semántica con la firme trabazón de la urdimbre melódica y metafórica, como si fuese un símbolo cifrado de la emoción inerme, un ícono del desvalimiento. Según el poema, “el camino encantado [del] pensamiento” es “una huella en [el] corazón”. Las sorpresas que depara transitar ese sendero tienen el carácter de algo mágico, de algo que colabora misteriosamente con las expectativas más íntimas de nuestro ser. A mi juicio, este esclarecimiento que obra amorosamente desde la diferencia constituye lo propio de la inteligencia crítica que se mantiene fiel a la sensibilidad poética, ya que también este pensar tiene algo de inspirado. Son las intuiciones que proveen la distancia y la simpatía lo que le da vivacidad y encanto al diálogo entre la poesía y la crítica; un diálogo que, como el poema leído lo demuestra, se desarrolla de modo secreto en el interior mismo de la poesía de Javier Adúriz. Al no dejar residuos conceptuales, su aproximarse a la instancia reflexiva resguarda eficazmente la identidad del fenómeno poético. Por otra parte, mediante un simple detalle, el de darle vida a la impenetrable oscuridad de su mirada carnal y espiritual, el poeta ha sabido salvaguardar muy bien la alteridad de su interlocutora. Ella aparece en el poema verdaderamente como otro ser, no como una proyección del autor. Este es un rasgo inequívoco de clasicidad: el otro existe, es un ser real, no constituye una proyección o un simulacro del propio yo.
La fuerza de conmoción del breve poema se deriva tanto de la verdad de la experiencia como del desnudamiento de la voz; una voz que su perspicaz y silenciosa destinataria conoce lo suficientemente bien como para exigirle que abandone todo artilugio retórico al dirigirle la palabra íntima. En la medida en que el otro existe, el amor sabe que no hay lugar para el engaño, que toda palabra será juzgada. En un poema de La forma humana titulado “Croto”, hablando de otra oscura mirada, la del desamparo, el autor vuelve sobre el tema de la justicia: “algo muy tuyo juzga imparcialmente”, dice allí. El croto es la encarnación del cariz inhumano que toma el tiempo presente a partir de la irresponsabilidad con que se instrumenta el desarrollo económico, pero también es implacable contrafigura acusadora de la gratuidad de un arte que ha dejado de ser tal para transformarse en vehículo de transgresiones privadas, de vanos pasatiempos verbales que no tienen la menor significación para los seres que con su trabajo cotidiano sostienen la existencia de un aparato cultural que ignora sus angustias más profundas.
Al igual que el desvalimiento, al igual que la persona amada, también la tradición de la lengua es concebida como una realidad que no admite retórica, que no soporta dobleces cuando el poeta entra en contacto con ella. Como nos lo advierten el soneto y la prosa titulados “Merry melodies” y “Epigonía”, el ejercicio de la poesía camaleónica (frívola u oportunista) es un juego con consecuencias funestas: puede poner en jaque la existencia de su autor, o, incluso, empujarlo hacia la muerte espiritual. Adúriz no ignora que el canon de la cultura clásica no es eterno, pero tampoco es tan ingenuo como para creer que el vanguardismo tiene la receta infalible para tratar los males que aquejan al mundo de la expresión. A pesar de sus resquebrajamientos, de sus limitaciones, la tradición clásica no ha muerto del todo para el autor de La forma humana: el cuidado artístico que denotan sus poemas, el conocimiento y el amor por las formas tradicionales que revelan sus composiciones, hablan claro al respecto. No obstante ello, la conciencia de la crisis del canon clásico está explícitamente señalada en sus textos: los dioses se transforman en personajes de sainete; expulsados del Olimpo, deambulan como títeres de cartulina por “la colina burda de lo real”. Vale decir: la forma clásica no coincide con la forma humana de nuestros días, su armonía no da cuenta de la monstruosidad de la época, y, paralelamente, la monstruosidad de nuestro tiempo no se encuentra a gusto dentro de la forma clásica. Bien, belleza y verdad no coinciden, no están en armonía; por el contrario, están en guerra; pero —y esto es lo insólito y lo valioso, tanto desde el punto de vista ético como estético— están en guerra dentro del alma misma del poeta: fecundando su responsabilidad, aunque también, justo es decirlo, agostando el deseo de vivir, en la medida que la lucha supone avanzar por un desierto que supera en mucho las posibilidades de resistencia de una conciencia sola. En el poema titulado “Club” (esto es: camarilla literaria), al “ladrido corrupto” de los poetastros que eluden dicha contradicción, Adúriz opone una clara línea de Cavafis, una línea que reza: “Quizá sea la luz tiranía distinta”. La palabra tiranía, como es obvio, hace referencia a la sujeción del bien: la luz avasalla, exige verdad, juzga y condena en la conciencia estética del poeta toda forma artística hecha de caridad rehusada, vacía de contenido humano.
La voz poética de Javier Adúriz, como vamos viendo, ha hecho de la eticidad una norma estética. Ello es así porque el poeta se siente responsable tanto de sus palabras como de sus silencios, tanto de la realidad afirmada como de la realidad negada por su voz. “Ante la ley”: así se titula el primer poema del libro, una advertencia de ascendencia kafkiana que excluye la posibilidad de piruetas posmodernas. La ley encierra el sentido oculto de la aventura humana: ha dejado impresa su forma indeleble en la criatura llamada a descifrar su enigma. Incognoscible pero estricto, el sentido de ese enigma le exige a quien sobrelleva su peso ser coherente con el reclamo de sus semejantes, y, consiguientemente, demanda autenticidad al dirigirles la palabra. Dicha autenticidad, dicha seriedad, no está de más aclararlo, es lo contrario de la solemnidad. Se trata de ser fiel a un desafío que compromete la vida íntegramente, no de representar con solvencia el papel de literato. De ahí que el poeta, aprisionado entre contradicciones (puesto que en una sociedad injusta y obscena, carente de bien y de verdad, debe hallarle un sitio a la belleza que ya nadie se atreve a nombrar), no vacile en adoptar la estrategia del humor cuando el asunto amenaza con no tener salida. El haiku que cierra el libro —"ahijú" en la particular y cómica trascripción criolla que Javier Adúriz hace del vocablo japonés— constituye una buena muestra de cómo opera su imaginación: si está rendido por el cansancio, por las “horas inhumanas” del trabajo cotidiano, no se disfraza de contemplativo a la hora de escribir; más bien, sugiere que su pasaporte a la serenidad oriental está hecho de fiacas y mateadas. La libertad de la risa disipa la clausura y permite seguir ahondando la búsqueda. Es la suya, sin embargo, una risa extraña: la risa de un Job o de un Edipo, una risa que crece a expensas del propio sufrimiento. En este sentido, es paradigmático el poema titulado “Ante la ley”. El dramático final del texto —“Debo darme bríos: / no sé qué hago aquí, / no sé qué espero”— es precedido por un autorretrato en el que el dolor se recubre de imágenes risibles: “Los extremos de mi barba ya se enredan / con las uñas que sangran por el dorso. / En cada mano puedo plantar un ombú / aunque la condición se compromete / desde que todo lo presente pica / igual que un piojo.”
Si el reclamo por el sentido de la vida (siempre en clave de humildad, de lengua voluntariamente pobre) puede detectarse en cada una de las páginas de esta poesía, no menos importante en ella es el espacio que se le asigna a lo doméstico. La casa, la mujer y los amigos son la ocasión de los poemas más entrañables de La forma humana. En sus páginas, retorno y reencuentro cobran el carácter de una epifanía: “late un ansia de siglos / en la emoción de este minuto”, se nos dice con economía y precisión. A diferencia de Fernández Moreno (el viejo), el carácter de refugio que supone la vida familiar no implica en Adúriz un secreto exilio. Como él mismo se encarga de señalarlo con un epígrafe, su experiencia está más cerca de la tradición mastronardiana: no hay disociación entre vocación y vida familiar. Una nota elegíaca ilumina estos momentos de rara armonía; el humor pierde sus aristas filosas y se transforma en simple alegría: “En un limbo, en el aire / hacemos un fervor, como los chicos. / Hasta la sombra se asoma en los rincones / porque la vida se acalora y sonríe.”
Según la concepción que de la poesía tengan quienes la escriben, suelen las palabras remitirnos a una escena: una escena que puede perseguir o evitar la belleza ideal, que puede buscar o rehuir la áspera realidad; una escena concebida como una especie de arcadia amena, silenciosa y solar, o bien como una suerte de arrabal pestilente, poblado de tinieblas y gritos. En ambas situaciones extremas, la poesía se define con relación a lo poético o a lo antipoético de un ambiente, ya sea éste sublime o grotesco, puro o vulgar; dos ambientes que, por lo general, se oponen. Una de las primeras cosas que llama la atención en la poesía de Adúriz es su distancia de este tipo de planteos: no hay en sus páginas oposición entre la risa y las lágrimas, entre la belleza y la fealdad. Antes que en un paisaje del deleite o del desamparo (aunque, como es lógico, las imágenes transiten por uno y otro, alternativamente), al percibir el temple musical de su verso, se comprende que él reconoce en la voz la unidad de la experiencia poética; la voz donde se modula el río del idioma, me gustaría agregar; el río del idioma que pasa —apacible o brusco, cristalino o turbio— tanto por los vergeles de la imaginación como por los suburbios de la realidad. Lo elevado (la indefensión de lo elevado) y lo burlesco (la ferocidad de lo burlesco) son inseparables, van a la par en sus páginas, como dos personajes —cervantinos o marechalianos— que fuesen hablando entre bromas y veras de la aspereza del camino que recorren, de sus escasos altos apacibles. En su andar doloroso y cómico, inocente e incrédulo, las figuraciones siempre antagónicas (pero complementarias) de estos dos lenguajes, se dirían consubstanciales a la vieja voz de la poesía castellana.
He aquí, entonces, otro rasgo distintivo de la lírica de Javier Adúriz: se configura en la voz, es hija de la voz. Por consiguiente, alcanzar una transfiguración musical del habla cotidiana es el requisito básico de su arte: la frase ha de transformarse en verso. Y el verso no constituye para él una línea cortada de modo caprichoso, siguiendo una pauta visual, sino, por el contrario, una línea tensa y audible que busca configurar con un giro rítmico y melódico la turbulencia de las emociones, o, como él dice bellamente, “los vientos / contrarios de mi corazón”. Si bien toda la poesía escrita es pasible de ser leída en voz alta, es realmente muy escasa la que se revela como nacida de las modulaciones de la voz, la que cobra vida cuando el número y la cadencia, las cantidades silábicas y los acentos, se convierten en inductores de la imaginación verbal. Todavía más escasa es aquélla que, entre sus inflexiones, nos permite atisbar en un relámpago algunas lejanías de la memoria del idioma. Por lo general, la cultura verbal no suele hacerse carne, no pasa de la piel del poema: se queda en meras alusiones literarias, en citas más o menos veladas, muchas veces hechas de pobres traducciones. Leeré un poema para poner a prueba la veracidad de lo que afirmo, un poema en el que la dimensión poética de la gracia —encarnada en la figura puramente libre del esplendor solar del verano— se opone a la exigencia inexorable de la ley moral: “Sean en su mudanza infieles / las palabras como el amor o el mar, / como el ambiguo árbol de la vida, / aliento y desaliento, engaño, ira. // Sean tiempo sobre el tiempo, agravio / y desagravio, con el invierno / crueles, de boca lenta o ademán / suntuoso, o múltiples, qué más nos da. // De un solo abrazo antiguo, enamorado, / contra toda miseria / hicimos nuestro el verano. // El verano, Ana... Yo lo estoy viendo / ahora: no en el poema, / en la fidelidad de tus ojos.”
Idéntica vitalidad rítmica, la misma carnalidad sonora, puede percibirse en los poemas burlescos de La forma humana. Los viejos metros de nuestra lengua, esos que miden los latidos felices o angustiosos del sentimiento y los condensan en una cadencia, en una precisa pauta verbal, pese a lo contradictorio de los temas que vertebran en este libro, no son traídos a sus páginas con el mero afán de degradarlos o por vana complacencia melódica. Nada más lejano del propósito del poeta que poner en pugna la entonación y el sentido, o conciliarlos de manera ornamental. Por el contrario, se diría que la legitimidad de una entonación armónica y cantable, ya sea que esté unida al amor, a la sátira o a la piedad (el triple registro de La forma humana), es la sola nobleza que Javier Adúriz está dispuesto a reconocer. Como si fuera la única dimensión de lo lárico que nos queda, su palabra late en el verso enaltecida por la intensa carga de vida ancestral que concentra. Por momentos, hay ecos en ella de la apasionada humanidad de Lope, como en el falso soneto “Sean en su mudanza infieles las palabras”; otras veces, nos parece escuchar la sarcástica rebelión de las sátiras quevedescas. En uno y otro caso, siento las palabras siempre paladeadas con fervor, aun cuando, como en el poema leído, a la hora del balance extremo, la lealtad a la experiencia amorosa —piedra de toque de toda existencia que aspire al sentido— se coloque, como es justo, muy por encima de ellas, en el punto más alto de la vida de la conciencia.
Esta tensión entre vida y literatura está presente en otros textos del libro: en el soneto titulado “Tinta roja”, por ejemplo, una original reelaboración de la fábula de Leandro y Hero. En el penúltimo texto del volumen (una variación sobre un conocido tema de Walter Raleigh, trasvasado al castellano con reciedumbre manriqueña), esa tensión siempre resuelta a favor de la vida, esa exigencia de escribir con sangre, desprendiéndose de la literatura enfrenta al tiempo mismo y alcanza un vértice extremo, una dimensión claramente escatológica. Dice el poema: “Casi una variación repito estas palabras. / El tiempo, el tiempo puede / devorar la savia que mana de mi vida, / desacalorar el músculo, enfriar / el tacto por cada uno de los dedos / o alardear de someterme a tierra / y madera, llevarme todo / hasta la estrecha disposición / que ni ve ni oye. Puede, pero / de semejantes despojos / Dios me levantará. Y te veré. / En eso también creo.”
Hay concentrada, en la firme y grave armonía de esta composición, una figuración de lo humano que se diría ya desaparecida de la faz de la tierra: la de la heroicidad del espíritu. Quizá alguno sonría ante semejantes supervivencias arcaicas; a mí, por el contrario, al reactualizar el tiempo en el que el hombre no eludía el combate espiritual, en el que su amor por la vida se traducía en hambre de vida eterna, poemas como éste me fortalecen. Al leer los versos, surge sin embargo una pregunta: ¿podría la dimensión teológica de la fe y la esperanza que los anima hacerse extensiva a la concepción que Javier Adúriz ha tenido de la poesía en las últimas décadas? No sabría decirlo con certeza. Es la suya, sin duda, una fe que no cede pese a las pruebas a las que se ha visto sometida; una fe que alienta desde hace treinta años, cuando comenzó a escribir Palabra sola; una fe exigida al máximo, servida por una fidelidad lastimada, que alguna vez se percibe a sí misma como “un vicio obstinado de [la] voz”, puesta al servicio de una gratuita “confabulación de fantasmas”. Por momentos, se diría que el vigor metafísico de su palabra proviene tan sólo de la violencia de la desesperación. Por ello mismo, el artista de la palabra y el prisionero de los campos de concentración se transforman en las páginas de La forma humana en una misma y patética figura: la del que se ve obligado a buscar el espíritu al borde de la animalidad, la del que debe pagar su supervivencia anímica con humillaciones y vejámenes.
Buscando los testimonios de su lucha con la palabra, al releer el libro anterior de Adúriz, Égloga brusca, páginas que guardan una estrecha afinidad con las que hoy presentamos, di con una prosa en la que se toca uno de los puntos más bajos de la relación del poeta con el lenguaje. Dice allí: “Ya no recordamos la dirección del Verbo. En el principio era: nos precedía rotundo como una ola retumbando sobre la piedra. Pero ahora, estamos por creer (artificio, artilugio palabrístico) que es meramente el mugido de una especie vulnerable.” Este es un extremo de su experiencia de la poesía. El otro extremo podría ser un breve poema de su nuevo libro, ese que dice: “Mirá, mirá / esa mariposa que va y viene. // Mirá que asombro / cómo sobrevive a todos los ácidos.” Entre el escepticismo y la maravilla, pende la atribulada conciencia de quien se siente llamado pero duda de si será elegido. “Esto te tocó: una voz en la tierra / y la desilusión de la voz”, afirma inolvidablemente en otro poema. Al leer en forma sucesiva estos tres pasajes de su obra; al ponerlos en relación y percibir toda la angustia que exudan; al palpar en forma simultánea la desolación y la esperanza, el escepticismo y la fe que late en ellos; puede comprenderse en toda su magnitud la línea de Montaigne que precede el volumen: “Cada hombre lleva dentro de sí la forma entera de la condición humana”.
Cabe afirmar, entonces, que el ardor de la melodía verbal, reconocida como genuina sólo cuando emerge probada del frío silencio de la zozobra y la indigencia, es otra característica esencial de esta poesía. El mismo Adúriz lo decía lúcidamente en una inolvidable estrofa de Égloga brusca: “Desierto extraño tu cantar, amigo, / apasionante yermo estéril. / Que todavía o siempre te arrebate / tu propio corazón.” Es la suya, en efecto, una palabra desértica, muy propia de esta “patria [nuestra] desesperada de un sentido”; una palabra cantable, pero pudorosamente asordinada por las disonancias de la incertidumbre y de la aflicción; una palabra corroída y templada por la fatiga y el remordimiento; una palabra agónica, arrancada a la mudez y siempre amenazada por la mudez; una palabra que señala lo intolerable de las contradicciones en que se debate el hombre (el “pobre mono” vallejiano), pero que sólo encuentra lo humano y lo divino del hombre en tanto se mantiene viva esa lucha desigual adentro de él; una palabra afligida, que incesantemente trata de convertir su “doliente opacidad” en una fuerza, pero que, al mismo tiempo, no bien obtiene esa fuerza, la arriesga en el humor, como si toda seguridad existencial fuese un conato de dominio, un arranque de vanidad, de mero engreimiento. Este rasgo, que algún apresurado podría atribuir al cinismo, a mi juicio es de carácter religioso, ya que la palabra de Javier Adúriz no se complace en la miseria del hombre; por el contrario, fiel al misterio, concibe todo quebrantamiento del ánimo, toda caída, como una ocasión para renovar la dimensión humana de la fe y de la fraternidad.
Etiquetas: Javier Adúriz, Poesía argentina contemporánea, Ricardo H. Herrera
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