domingo, 15 de agosto de 2010

Ricardo H. Herrera / De la improvisación a la conciencia estética (pasaje de ida y vuelta)


[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]



A Javier Adúriz, porque desde hace años

me habla con fervor de la vieja voz del idioma

[...]

No afirmo que haya desaparecido la posibilidad de la poesía, género literario en el cual hoy se reciclan las veleidades subculturales de los sucesivos vanguardismos; digo, más bien, que en una encrucijada tan compleja como la presente, la crítica no puede sugerirle tareas estéticamente constructivas a la poesía, mucho menos proporcionarle nuevas energías a un medio expresivo tan vapuleado como el verso. El formato mismo de poema se le ha hecho casi intolerable a la sensibilidad contemporánea: produce perplejidad o aversión, incluso entre sus mismos cultores. Por libre que sea el verso, por desinhibida que sea la expresión, siempre queda en la página un residuo ridículamente anacrónico: tal vez un contrahecho reflejo de la perdida cohesión de la forma antigua. Lo sugiero porque la forma nació para ser conservada en la mente, no en la página. En la mente, un poema riguroso es arquitectura del más nítido sonido en el más puro silencio: palabra absoluta, así lo entendieron los simbolistas. La posibilidad de tal experiencia de la forma no la puede generar el verso al uso; tampoco lo pretende, es cierto; por el momento, este nuevo verso que favorece vertiginosas mutaciones de la noción de poesía, afirmando y negando al mismo tiempo, está condenado a hostigar los vestigios de una plenitud que rechaza por vocación, pero que también le está vedada por definición, ya que no hay nada libre en un organismo vivo. Sin embargo, sería suicida cerrarse a la posibilidad, a lo inesperado; la improvisación tiene sus recursos, y acaso en algún momento se produzca la articulación espontánea entre las presentes búsquedas (o extravíos) con materiales previamente dados.

[...]

No obstante la gran diversidad de poéticas en juego, la característica propiamente genérica de la poesía argentina reciente estriba en el hecho de que busca hacerse oír en continuos recitales. Esto parecería indicar que la voz cumple un papel protagónico en ella, como si sólo al escucharla fuese posible captar integralmente su forma. Hago esta afirmación porque las nociones de forma y de voz siempre han estado estrechamente ligadas. De hecho, los instrumentos formales de la poesía han tenido como único objetivo la construcción de la voz. Esto sí que podría ser denominado el principio poético por excelencia. Desbarran quienes creen que los viejos recursos formales de la poesía ―medida, acentos, cesuras, consonancias― apenas sirven para que alguien demuestre su pericia de acróbata o de ajedrecista del lenguaje. En realidad, se trata de instrumentos que permiten perfeccionar la modulación de la voz, y, también, hacer la exacta notación de la singularidad de la voz. La poesía sólo vive en la voz, incluso en el silencio de la mente la poesía es únicamente voz.

[...]

Ante esta situación, importa comprender que la irresolución sonora en que se diluyen los textos de la nueva poesía al ser recitados no es fortuita, sino conscientemente buscada. Habría que estar sordo para no darse cuenta de que lo que se persigue por todos los medios es despojar al verso de su resonancia y su musicalidad. La inmediatez no necesita resonancia, y todo es inmediatez, todo es acorralada avidez de vida. Como dice Wallace Stevens en Acordes tristes de un vals alegre: “Una inmensa anulación, liberada, / Esas voces gritando sin saber para qué, // Pidiendo la felicidad, sin saber cómo alcanzarla, / Imponiendo formas que no pueden definir...” Oídas desde la orilla de la tradición de la lengua, esas voces están mudas: no tienen pasado, carecen por lo tanto de identidad. Nadie parece percibir este fenómeno como lo que realmente es: una espantosa forma de abandono. “De todas las necesidades del alma humana, no hay ninguna más vital que el pasado”, escribe Simone Weil, “el pasado que se destruye no se recupera jamás”, diagnóstico escrito en plena Segunda Guerra Mundial, fecha que traza un antes y un después definitivo para el arte de occidente. Hoy, mientras las viejas formas ya son sólo ruinas y los nuevos formatos informales no acaban de encontrar una definición atendible, una multitud aguarda ser convocada al ritual del reconocimiento del recital público. En estos recitales la peluca, el disfraz, la mímica y la apelación a lo cómico o a lo escandaloso van ganando terreno: la performance es la forma que asume la conciencia de la extrañeza ante el cadáver de lo que alguna vez fue la conciencia estética de la palabra.
Al margen de personalidades poéticas aisladas que perseveran a contracorriente en la búsqueda de transparencia expresiva y en el uso de palabras enraizadas en el idioma, la tendencia poética con más poder de organización y de autopromoción en la literatura argentina de los últimos quince años hizo su presentación pública en Monstruos / Antología de la joven poesía argentina, prologada por el poeta Arturo Carrera y editada por el Fondo de Cultura Económica en el año 2001. Ocho años después, a mediados de 2009, tras haberse efectuado una purga que deja de lado a varios miembros de aquel primer grupo, el minimalismo ―la tendencia hegemónica de la escritura actual― vuelve a la carga con otra antología, en la cual la palabra “joven” es reemplazada por la palabra “nueva”: Nueva Poesía Argentina, selección esta vez presentada por Gustavo López y publicada por Perceval Press. El cambio en la denominación del grupo se debe no sólo a que los poetas dejaron de ser jóvenes, sino a que aspiran a constituir un movimiento coherente y compacto, de características similares al de la Nueva Música, signando el fin de la era tonal y el comienzo de la era objetivista. La Nueva Poesía Argentina presenta, en efecto, esas particularidades: busca tanto la atonalidad como la objetividad.
La palabra objetividad, también usada por Theodor W. Adorno en su aproximación a la Nueva Música, hace referencia en su filosofía al rigor formal que le confiere su autonomía artística a la composición serial (también a la cohesión estructural de la composición tonal). En la Nueva Poesía Argentina, en cambio, apunta a señalar algo más laxo: “una actitud donde la subjetividad esté presente por ausencia, yacente para ser leída en las entrelíneas del texto”, en palabras de Alejandro Rubio, uno de los poetas antologados. Apenas un lustro después de publicar Filosofía de la nueva música ―celebérrimo libro concebido entre los años 1938-1948― Adorno notaba graves síntomas de anquilosamiento en la tendencia estudiada, fenómeno que pone en evidencia en su ensayo “El envejecimiento de la Nueva Música”, de 1954. Algo similar sucede con la Nueva Poesía Argentina seleccionada por López; también ella adolece de vejez prematura, y las causas son de idéntica naturaleza a las apuntadas por el filósofo. Me remito al texto de Adorno, texto que si bien está centrado en la problemática de la Nueva Música, describe a la perfección la situación y la tendencia de las neovanguardias poéticas desde mediados del Siglo XX hasta hoy:
“Tocamos un tema extraordinariamente paradójico, a saber, la desaparición de la tradición de la Nueva Música misma. Los innovadores [...] crecieron todos ellos dentro de la música tradicional. Su lenguaje, su crítica, su resistencia, cristalizaron en ella. Los seguidores no la poseen ya dentro de sí como algo vivo, y en lugar de ello convierten un ideal musical, en sí mismo crítico, en algo falsamente positivo, sin evidenciar la espontaneidad y el esfuerzo riguroso que ello exige. [...] De este desorden se hace una virtud en un lenguaje universal y vulgar, en el cual ocupan el primer puesto los efectos cuasiliterarios, en especial una ironía tan carente de base como barata. Seudo-intelectualismo y pericia político-cultural desplazan la realización artística. La música que adopta la ‘pose’ de una tradición que ha dejado de ser sustancial y no se halla presente ya técnicamente, no tiene ventaja alguna sobre los productos elaborados por los ingenieros seriales. Lo único que ocurre es que esta música busca su propia comodidad y la de sus partidarios.”
Para poner a prueba este diagnóstico se impone citar aunque más no sea un texto de la Nueva Poesía Argentina. Elijo uno, sin título, de Alejandro Rubio:

De achuras a cebollas, el paso del hombre a la mujer. La
ensaladera vacía de loza floreada que depositaste sobre el tablón.
Vacía. Llenarla. Con huevos, con semillas, con ojos, con
mierda. Es el resultado de nuestro tráfago. Es la tonalidad
de nuestras ideas, dichas o contenidas u olvidadas. La mixta
verdad que campea sobre las quintas a dos kilómetros de la
ruta más cercana.

Junto al punto final de esta breve prosa, aparece una decorativa hojita grisácea: un capricho del diagramador de la edición que no guarda relación alguna ni con la temática ni con el estilo del que el texto hace gala, lo cual genera una impensada “mixta verdad” similar a la expuesta por Rubio en su escrito. Idéntica incongruencia se reitera en cada página del libro: el color oro viejo de los nombres de los autores alterna con las hojitas cenicientas junto al punto final de los poemas. Alejandro Rubio es un autor emblemático de su generación; por su mordacidad, por su ácida crítica, se diría que no parece dispuesto a hacer concesiones; pero lo cierto es que ha hecho la vista gorda a la hora de ingresar a las páginas de una especie de coffee-table book: un recamado recipiente similar a la “ensaladera vacía de loza floreada” mentada en su prosa, también éste relleno de heterogéneos elementos difícilmente digeribles.
Esta “mixta verdad” ―realismo sucio en un libro impreso como un misal― sí que puede legítimamente calificarse de nueva. En su brevísimo prólogo (media página) López no se ocupa de esta llamativa novedad; lo nuevo, a su criterio, está ligado a la producción masiva de textos, fenómeno que le permite anunciar con optimismo que estamos ante una revolución literaria de una “vitalidad inédita”. Sin embargo, las consecuencias que genera el impacto del vertiginoso crecimiento demográfico en el ámbito poético no han sido evaluadas críticamente. La prueba de ello reside en el hecho de que para dar cuenta de esa asombrosa abundancia se ha elegido un vehículo de origen arcaico: una antología, un florilegio restringido a un mínimo de autores y poemas. Esto no sólo es contradictorio, sino que pone en evidencia el hecho de que estamos frente a una simple estrategia de política literaria: se hace un gesto de benevolencia hacia el demos, pero con el único objeto de incorporarlo como contraseña en el salvoconducto de la corrección política. Justamente por ello, el prólogo de López se sitúa en las antípodas de cualquier tipo de conciencia estética. Sin embargo, sería inexacto usar la palabra improvisación para definir el aplomo que se adivina oculto tras su parquedad argumentativa. El antólogo no justifica ninguna de sus elecciones, da por sentado que nadie las discutirá. Y, efectivamente, nadie las discutirá. La improvisación sola jamás lograría hacerse obedecer de una manera tan disciplinada.
Para moderar el peso de estas conclusiones, para verificar que ha habido alternativas de renovar la poesía en circunstancias tan difíciles como las nuestras, incluso más oscuras que las que ha vivido nuestro país (por si alguien piensa que esa es la causa que explica nuestra situación poética), viene bien recordar lo que apuntó Oreste Macrí en las líneas finales del estudio preliminar a su edición de la poesía de fray Luis de León: “un año hacía que [fray Luis] había salido de prisión, enteramente formado y templado en la teología y en la poesía, cuando san Juan ingresaba en el horrible calabozo toledano para allí componer, de memoria, sus liras y romances; también él poeta en cárcel, que ésta es extraña costumbre hispánica...” Como lo demuestra la experiencia de aquellos dos hombres excepcionales tan disímiles ―el poeta docto y el poeta inspirado― la gran poesía nace cuando la palabra, arrebatada por el prodigio de un mundo renacido en el oído, logra templar el ánimo en la adversidad; no cuando se desentiende del arte y da rienda suelta a las frustraciones y sus desquites, sea cual sea su origen.

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