domingo, 15 de agosto de 2010

Sumario / Hablar de Poesía 21




Editorial

Ricardo H. Herrera:
Hablar de poesía


Figuras

Jason Wilson:
Borges en su poesía última

Nicolás Magaril:
Borges & Whitman

Gesualdo Bufalino
Ser o volver a ser

Alfonso Berardinelli:
Auden, poeta que habla


Temas

Alfonso Berardinelli:
La herencia latina

Mariano Pérez Carrasco:
La aventura del orden

Ricardo H. Herrera:
De la improvisación a la conciencia estética

Marcos Bertorello:
Walter Cassara en sus intervenciones críticas


Poesías

Alejandro Nicotra:
La tarea a cumplir

Alicia Genovese:
El azul colapsa

Elisa Molina:
La vida en las orillas

Iván Fernández:
Pueblo

Enrique Campos:
Claroscuros del Fin


Versiones

Ingeborg Bachmann: Hablar desde el silencio
Nota preliminar y versiones de Irene M. Weiss

Jules Supervielle: El sobreviviente
Nota preliminar y versiones de Santiago Venturini

Gesualdo Bufalino: Palabras de un moribundo de provincia
Nota preliminar y versiones de Diego Bentivegna


Críticas

Rafael Felipe Oteriño:
La locución de un clásico (sobre Joseph Brodsky, Canción de cuna y otros poemas)


Alicia Genovese:
El persistente aroma de la olea fragans (sobre Emma Barrandégui, Poesías Completas)

Carlos Surghi:
El más bello infierno (sobre Romilio Ribero, El libro de viaje de los varones prudentes)

Rafael Felipe Oteriño:
Vuelco hacia la vida (sobre Mariano Pérez Carrasco, Construcción de cenizas y otros poemas)

Rafael Felipe Oteriño:
Fe en lo escondido (sobre Javier Foguet, El humor de la luz)

Osvaldo Bossi:
Residencia en la noche (sobre Lucas Soares, Mudanza)

Osvaldo Bossi
Episodios de una vida lejana

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Ricardo H. Herrera / Editorial Hablar de Poesía 21

[Texto completo]


Retrocedo cuatro décadas en el tiempo y trato de recordar qué significó el verso libre para mí durante los años en que lo trabajé con entusiasmo. Básicamente, un hecho visual: una línea medida a ojo, cortada a ojo, y un oído nunca del todo conforme con los resultados obtenidos, acomodando y reacomodando palabras que subían o bajaban de una línea a otra siguiendo los movimientos de un ajedrez sin reglas. La teoría del corte del verso libre es lo suficientemente elástica como para admitir tantas interpretaciones como poetas hay en el mundo. Por eso mismo, el desasosiego que provoca el verso libre en quien lo cultiva con honestidad ―quiero decir: en quien pretende alcanzar por su intermedio una forma― no puede ser desmentido fácilmente, sobre todo cuando se aspira a intensificar la música del verso y se comprueba que se está desprovisto de los instrumentos de precisión que permiten suscitarla.
Comenzó luego para mí un tiempo de aprendizaje que Pessoa ha definido con gran ironía al enunciar la poética de su heterónimo Ricardo Reis: el período de la disciplina del ritmo. “La disciplina del ritmo ―dice Reis― se aprende hasta que acaba siendo parte del alma: el verso que la emoción produce nace ya subordinado a esta disciplina. Una emoción naturalmente ordenada: una emoción naturalmente ordenada es una emoción traducida a un ritmo ordenado, pues la emoción da el ritmo, y el orden que hay en ella el orden que en el ritmo existe.” De estas líneas sin desperdicio (cuyo humor reside en el hecho de desmontar la mecánica del clasicismo, que tiende a confundir lo natural con lo que en realidad es absolutamente artificial) quiero destacar el uso que hace Reis de la palabra traducción para ligar los conceptos de emoción y ritmo, ligazón que señala el pasaje pessoano del vanguardismo al clasicismo. Desarrollando su hipótesis, podría hablarse de dos instancias rítmicas: la primera radica en el paso de la emoción personal a un ritmo igualmente personal (vale decir: desordenado); la segunda, cuando traducimos propiamente, o sea cuando nuestra emoción se somete a un sistema rítmico impersonal (esto es: ordenado).
Todo poeta vierte sus emociones en un orden rítmico; la diferencia entre el vanguardista y el clasicista radica en la manera en que llevan a cabo esa operación: con libertad el primero, con disciplina el segundo. Con excesiva libertad diría el clasicista, con excesiva disciplina replicaría el vanguardista. Libertad quiere decir: haciendo uso del verso libre, lingua franca de la época. Disciplina quiere decir: haciendo uso del instrumental técnico que provee la tradición de la lengua, ese ritmo disciplinado que se disciplina aún más al someterse a la impersonalidad de las formas fijas, pero que a fuerza de compenetración con un modelo consagrado por el uso durante siglos ha concluido por convertirse en “parte del alma”.
Hasta aquí el planteo no ofrece problemas. Los problemas comienzan cuando se comprueba que por lo común el versolibrismo del vanguardista supone una ignorancia poco menos que completa del instrumental técnico de la tradición que lo precede en el tiempo, afirmación que de ningún modo puede hacerse reversible, por lo menos no en el caso de Pessoa. Esto se pone de manifiesto especialmente en el ámbito de la traducción, cuando se abordan textos que se someten a una forma fija. La traducción implica un homenaje incondicional a la voz de otro, una adhesión en verdad ilimitada, como sólo puede merecerla la voz que uno ama. No tiene mucho sentido, por lo tanto, desentenderse de las cualidades de esa voz al intentar imitarla, esto es: traducir con verso libre a poetas modernos que han impugnado la insuficiencia de ese vehículo, como es el caso de Frost y de Auden, entre muchos otros. Hacerlo así contribuye a desfigurar el genuino perfil de la modernidad: un fenómeno tan complejo y contradictorio como las muchas voces y las muchas poéticas ―todas válidas― que pueblan el universo pessoano.
Sin embargo, lo verdaderamente extraño no radica en esto, sino en el barrunto de que la flexibilidad del verso libre agrada más a la mayoría de los lectores de poesía moderna traducida, aun cuando el poeta traducido no use ese vehículo en ningún momento. Dicho con un ejemplo: se acepta el ritmo estricto de Auden cuando se lo escucha recitado en un inglés que no se alcanza a comprender del todo, pero tratándose de un Auden traducido, se prefiere decididamente soslayar su musicalidad. Se diría que nuestra lengua poética ha tomado partido por la prosa; soporta el canto exclusivamente cuando la voz tiene el carácter de un instrumento desprovisto de significado. También aquí resulta oportuno citar a otro de los heterónimos de Pessoa: “La poesía ―dice Bernardo Soares en el ‘Libro del desasosiego’― ayudaría a que los niños se aproximen a la prosa futura; puesto que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemotécnico, auxiliar e inicial”.
Traduzco la observación a mi propio código: la poesía nació en un momento en que se tenía una concepción circular del tiempo; se concibió a sí misma, por lo tanto, como una límpida y atónita esfera: un fruto del lenguaje; de ahí que en una época como la nuestra, cuya concepción del tiempo es otra, las formas fijas no satisfagan. Alguna vez, de viaje ―mientras el ómnibus que me llevaba atravesaba una plantación de árboles frutales― me llamó la atención que uno de mis acompañantes, un chico no demasiado chico, aunque sin duda de filiación exclusivamente urbana, preguntase qué eran esas bolas amarillas que colgaban de las plantas; quedó sorprendido con la desconcertante noticia de que las mandarinas nacían de los árboles; algo similar le sucede al vanguardismo: habita un mundo que ignora la relación entre la forma fija y la concepción de la poesía que está en su origen, concepción aún vigente para el oído de algunos poetas modernos: Frost, Auden y Pessoa, entre otros igualmente notables.
Una última divagación: ¿por qué Pessoa pudo afirmar la primacía futura de la prosa y, simultáneamente, cultivar formas poéticas de una extremada densidad rítmica, como lo son las odas de Ricardo Reis? La cohesión de esas odas no tiene nada de infantil; por momentos, pareciera que el poeta intentase revivir la dimensión oracular del lenguaje, como si avanzara directamente hacia el núcleo arcaico de la poesía: una sintaxis enrarecida al máximo por exigencias de forma y de ritmo, sin que por ello pueda hablarse de barroquismo. Laconismo es el norte que imanta el clasicismo de Reis: pocas palabras, pero vibrantes de expresividad gracias al ritmo que las ciñe vigorosamente. Trascribo una brevísima oda fechada a fines de 1928: Negue-me tudo a sorte, menos vẽ-la, / Que eu, ‘stóico sem dureza, / Na sentença gravada do Destino / Quero gozar as letras. (“La suerte, menos verla, / Niégueme todo: estoico sin dureza, / La sentencia grabada del Destino, / Gozarla letra a letra”, traduce Octavio Paz.) Sin duda, estamos en las antípodas de la prosa, también del verso libre; el hieratismo rítmico de estos versos rigurosamente medidos lo deja bien en claro. Pero, ¿qué nos dicen estas líneas, al tiempo que oponen su último deseo al símbolo de lo desconocido y, en cierto modo, obtienen de éste una transparencia dura como el cuarzo? Básicamente, afirman el placer de la expresión. Reis se muestra dispuesto a aceptarlo todo con tal de poder expresarlo: ese es el límite de su estoicismo. Expresión equivale a redención en esta breve estrofa: una buena definición de la poesía. Los elementos mnemotécnicos del verso (cantidad silábica y acentuación enfática) graban en la mente las palabras, de acuerdo, pero no hay rastros de infantilismo en ello. Por el contrario, se diría que es una madurez perdida la que nos habla lacónicamente desde la imaginaria antigüedad urdida por Pessoa en las odas de Reis. De ahí que Álvaro de Campos, el heterónimo vanguardista, pudiese decir de su colega: “No critico a Reis más que a otro poeta. Lo aprecio realmente, y a decir verdad, por encima de muchos, de muchísimos otros. Su inspiración es rigurosa y densa, su pensamiento compactamente sobrio, su emoción real aunque demasiado dirigida hacia ese punto llamado Ricardo Reis. Pero es un gran poeta ―aquí lo admito―, si es que hay grandes poetas fuera del silencio de sus propios corazones”.

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Jason Wilson / Borges en su poesía última

[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]

Each day counts
Geoffrey Grigson

Introducción. La poesía tardía de Jorge Luis Borges suele leerse principalmente porque fue escrita por Borges y, también, porque muchas veces en esos textos es Borges mismo quien seduce al lector que busca pistas biográficas. En sus ficciones se proyecta una persona literaria compleja, irónica, distanciada de sí misma; en sus poemas tardíos, por el contrario, la dimensión de la sinceridad cobra un especial relieve, permitiendo que ese lector curioso acceda al Borges íntimo. No obstante esa apertura, en los años ’70 la poesía de Borges ya no dominaba la moda ni innovaba. Pocos poetas jóvenes lo leían para descubrirse o comulgar con un maestro. Roberto Juarroz, según Jorge Fondebrider, aseguró que no aprendió nada de la poesía de Borges. Hay una lista de poetas de los años ’60 que influyeron mucho sobre los nuevos poetas: “de todos ellos… se podía aprender. De Borges, no.” La recepción de los poemas tardíos de Borges, uno de los pocos poetas argentinos “con profundidad propia y peso metafísico” (según el mismo Fondebrider), cambiará profundamente con el ocaso de la vanguardia. Otro factor en esa marginación sufrida por la poesía de Borges se deriva del hecho de que él frecuentaba solamente a sus poetas predilectos, a menudo ingleses, anglosajones o nórdicos, y tenía poca estima por la poesía contemporánea. Le dijo al poeta norteamericano Willis Barnstone: I’m a nineteenth century writer… I don’t think of myself as a contemporary of surrealism… [Soy un escritor del Siglo XIX… No me veo como contemporáneo del surrealismo…]
Cuando sentía el deseo de escribir, recurría al dictado. Definía el poema como algo involuntario. Creaba versos en su mente y luego los recitaba en voz alta. Su oficio y su destreza métrica aseguraban la supervivencia de sus poemas en la página tras ese lento proceso impuesto por la ceguera. Una consecuencia de lo afirmado ―el poema no se provoca, el poema “sucede”― es que los seis poemarios tardíos recogen lo que se le iba ocurriendo a Borges en tanto no se sometía a un orden, lo que hace de casi todos esos poemas piezas circunstanciales, de ocasión. Es difícil adivinar si los poemas siguen una cronología. Al parecer, al llegar a un número suficiente, su editor los publicaba. Formalmente, poco cambia a lo largo de sus seis últimos libros. Entre La rosa profunda (1975), pasando por La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985) tenemos un ciclo formalmente homogéneo de poemas o variaciones musicales compuestos por un poeta de más de setenta años. Él mismo los llamó libros “misceláneos”, y a veces pasaba poemas de un libro a otro para completarlo o darle cuerpo. Estos últimos años fueron prolíficos en comparación con los que median entre 1930 y 1958, tiempo en el que compuso muy poca poesía (tan sólo veintiún poemas).

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En sus libros tardíos Borges siguió explorando la emoción de la paradoja del tiempo, exploración que ya no tiene el carácter analítico de sus primeras aproximaciones al tema. Las alusiones en torno del aforismo de Heráclito sobre el fluir del tiempo como un río, son las que mejor captan este obsesivo proceso borgeano. Él se disculpó del abuso que hacía del fragmento de Heráclito: “lo he repetido demasiadas veces”, dijo. Es cierto, pero nunca en tanto concepto abstracto. Con la vejez, el concepto tomó un sesgo emocional: por un lado acentuó el vértigo de la finitud y, por otro lado, lo obligó a tomar conciencia de que en realidad nada termina del todo. Hizo suya la frase heracliteana y, al haber pasado la vida ponderando el misterio y la angustia del tiempo, se diría que es como si él mismo hubiese concebido esa sentencia. Simultáneamente, contra el fluir del tiempo inexorable, el poema, haciéndose eco de una vasta tradición poética (Homero, Dante, Milton, Browning, Verlaine, Yeats, Frost, etc.) parece detener esa fluencia. De esa tradición nace la fuente vital del idealismo provisional de Borges y su “ficción” memorable: “El milagro secreto” (otro nombre para el efecto mágico de un poema). Así, el tiempo fugitivo, el acto de leer una tradición viviente, un poema y el arte en general, se vuelven, para el viejo Borges, materia urgente, más allá de la literatura. Para explorar el tiempo y la vejez en la poesía tardía de Borges, es necesario analizar la remanida ceguera como maldición y bendición, incorporando la vida y la soledad, tanto del autor como del lector, para reflejar “el crecimiento de la mente de un poeta” (en palabras del Prelude de William Wordsworth). También es necesario esbozar el tema literario, caro a Borges, de las resonancias emotivas de la tierra natal y del coraje, agregando algún comentario sobre el arte como viaje a la identidad. Sin olvidar la sorpresiva aparición del amor en los tardíos poemas de Historia de la noche (1977).

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La ceguera y la vejez. La poesía de la vejez fue definida por W. B. Yeats en su poema A Prayer for Old Age. En ese poema, “un viejo sabio”, un “hombre tonto y apasionado”, percibe a la decrepitud como sabiduría y a la juventud como pasión e ignorancia. En el bello poema An Acre of Grass, el poeta, “en el fin de su vida”, busca “el frenesí de un viejo” y alude a Timón, a Lear y a William Blake con su old man’s eagle mind [mente de águila de un viejo]. La noción de unos “ancianos”, imágenes de un Merlín barbudo, gurúes, profetas bíblicos y viejos sabios (arquetipos jungianos) pululan en nuestra cultura. En un tiempo ya lejano, cuando unos pocos alcanzaban la vejez, se consideraba a los viejos como fuentes de sabiduría. Sin duda, hay una extraña libertad en la vejez. En el magnífico poema “Elogio de la sombra”, el poeta Borges define una especie de “dicha” frente a la constatación de que “el animal ha muerto o casi ha muerto”. El poeta puede encarar la muerte, libre de la sexualidad, de la moda y de la ambición. Ahora bien, para comprender el modo en que en la poesía tardía de Borges se manejan las categorías de lo “sabio” y de lo “libre” es necesario ligar ambas a la ceguera, tanto biográfica como literaria, recurriendo a la poesía de Milton. Es obvio que Borges acudió a Milton por empatía, ese Milton que se descubrió totalmente ciego en 1652. No obstante, hay mucho en Milton que es ajeno a Borges, empezando por una versión muy puritana de Dios y terminando por la política regicida que lo marcó. En cuanto a los poemas, Borges evita la sintaxis latina, la ambición épica y el poema largo, pero sí aprovecha en cambio el uso del blank verse (sin rima, pero medido). Borges deja de lado a los muchos críticos, desde el Dr Johnson hasta T. S. Eliot, que ven a la poesía de Milton “estrangulada” por el peso de la erudición, carente de “verdadera pasión” y de una sensualidad “marchitada” por tanta lectura (Eliot). Robert Graves encontró a los poemas de Milton “detestables” y concluyó que Milton era un poeta menor con un agudísimo oído para la música. Al mismo tiempo, hay semejanzas biográficas que contribuyen a la mutua identificación, aunque la obvia afinidad entre ambos poetas es la ceguera. Para Milton, la ceguera no era un pecado ni una calamidad, sino la oportunidad de penetrar things merely of their colour and surface [las cosas por su mero color y superficie]. La ceguera los obligó, tanto a Milton como a Borges, a verse por dentro, a contemplar lo que es “verdadero y permanente” (el platonismo de Milton). Una carencia física los dotó de una gran fuerza moral, un reverso cristiano evidente en Borges también. Tan es así que Milton agradeció a Dios por haberle otorgado un inward and far surpassing light [una luz interior y más intensa]. Le toca al poeta ciego see and tell / of things invisible to mortal sight [ver y contar cosas invisibles a la vista mortal]. Tal es la aceptación serena de “la dicha interior” de la ceguera, pero, como en el caso de Borges, también hay aspectos oscuros, sobre todo en el célebre último soneto de 1658, acerca de la muerte de su segunda esposa. Milton la “vio” en un sueño, rescatada de la muerte, vestida de blanco y velada; concluye su soneto así: But o as to embrace me she inclined / I waked, she fled, and day brought back my night [Oh al inclinarse para abrazarme / Desperté, ella huyó y el día me devolvió a la noche].
En su “pasión por entender” su ceguera, Milton hizo un registro de todos los poetas ciegos anteriores a él en la tradición clásica, incluyendo a Tiresias. Este viejo ciego cantado por el ciego Homero fue explotado por Tennyson en su Tiresias (1885), donde el ciego dice “la verdad que ningún hombre puede creer”. Para T. S. Eliot, en The Waste Land, este “viejo con pechos arrugados” se convierte en un modelo de cómo adentrarse más allá de las diferencias de sexo. Hay una invitación a entender “sin ojos”, el eyeless de Milton. El primer poema de La cifra de Borges, titulado “Ronda”, evoca la ceguera como una “delicada penumbra” y concluye con: “un ocio de jazmín / y un tenue rumor de agua, que conjuraba / memorias de desiertos” (referencias al olfato y al oído, pero no a la vista).
Borges nos ofrece una sabiduría ganada a la vida desde la cumbre de su edad y su ceguera. Casi todos los poemas terminan con alguna percepción sobre el lugar o la identidad o el arte. El último verso de La rosa profunda, “mis ojos muertos” juega con la muerte inminente y la ceguera a través de Attar el persa ciego. El poema “Proteo”, con su título obvio, termina con “tú, que eres uno y muchos hombres”, resumiendo la versión única pero previsible que tiene Borges acerca de la identidad. Varios poemas concluyen con la palabra “nada”, aludiendo a la extinción budista de la personalidad y un disolverse en la literatura, como en el poema “Soy”: “Soy eco, olvido, nada”. Borges estaba preparando su propia muerte. En “El sueño”, retrata al poeta como “resignado y sonriente”. Esa resignación y esa alegría se asemejan a las de Milton, también ellas alcanzadas por mediación de la vejez y la ceguera. Milton, sin embargo, es más ambiguo. En Samson Agonistes, el poeta se lamenta: O loss of sight, of thee I most complain! / Blind among enemies, O worse than chains, / Dungeon, or beggery, or decrepit age! [¡Oh pérdida de la vista, de ti me quejo más. / Ciego entre enemigos, Oh peor que cadenas, / cárcel, o mendicidad o decrepitud!]. Pero la obra concluye con: And calm of mind all passion spent [una mente calma habiéndose consumido ya toda pasión], poniéndose de acuerdo con el destino. Borges en su Introducción a la literatura inglesa, opina que la “obra maestra” de Milton es Sansón el luchador, con “versos espléndidos”, donde el ciego Sansón, cercado por enemigos, es fiel espejo de Milton. En el ensayo “La ceguera”, de Siete noches (1980), Milton es un poeta “que se sobrepone a la ceguera y que ejecuta su obra”, como el mismo Borges, dictándosela “a gente casual”. De idéntica manera, Borges se libera de las pasiones animales, de su cuerpo, gracias al privilegio de ser “anciano” y “ciego”.
Al envejecer aumentó la capacidad del poeta de maravillarse y, al mismo tiempo, mermaron el fingimiento y la jactancia. El lenguaje prosaico y directo de la poesía clásica se define en un poema como “el dialecto de hoy / [en el que] diré a mi vez las cosas eternas”. En el prólogo de La cifra (1981) revela su aguda conciencia de poeta cuya obra carece de cadencias mágicas, metáforas curiosas y poemas largos, incluyéndose en una tradición de poetas “intelectuales” como su querido Emerson. Insiste en que “no hay una sola hermosa palabra” en su obra. Este rechazo a fingir la belleza emerge también como una ignorancia reconocida y llevada a través de toda su obra tardía con expresiones como “no acabo de comprender”, “y nada sé”, “juego que no entiendo”, fiel a la sencillez de Montaigne. En el prólogo a Atlas, resume su vida y la senectud como un descubrimiento continuo “por la certidumbre casi total de su propia ignorancia”. Esta modestia recurrente convence porque se manifiesta en la selección de las palabras mismas. Incluso los recursos técnicos son limitados a una métrica obvia, que no se destaca, sobre todo su uso del endecalsílabo, del alejandrino, del soneto “proteico”, a sus rimas y la enumeración (¡y cómo le fascinan las enumeraciones!), hasta su abuso de la anáfora, también evidente en Whitman. La modestia léxica y rítmica alcanzada en estos poemas fuera de las modas y de la historia nos sumergen en el ahora de la lectura, también ella fuera del tiempo.
Además, la ceguera nos ayuda a respetar el sufrimiento del poeta, ya que Borges nos dice de ella que es tanto una llave, una libertad, como un grito de autoconmiseración. El título mismo de La rosa profunda corre el velo de las apariencias y nos devuelve a los arquetipos que yacen detrás: la rosa mistica de Dante. El poeta reconoce este estrato de la experiencia universal: “rosa profunda, ilimitada, íntima”. Abundan las referencias a la ceguera y a la mala memoria. Todo se desvanece; también los libros son “simulacros de la memoria”, y una vieja foto “ya puede ser de cualquiera”. Borges típicamente reduce los escritores a nombres genéricos como El Marino, el griego, el persa, el sajón, el tirano, Virgilio, Shakespeare; él mismo llega convertirse en Judas o en Browning, porque en el acto de escribir o de leer no hay lugar para la individualidad; solamente hay lugar para la tradición y sus asociaciones. Esta necesidad de ir a lo esencial (a lo que está más allá de lo visible) propone la condensación y la elipsis como mecanismos creativos de primer orden, los cuales generan y ganan la confianza del lector, ese lector que puede esperar que Borges siga ahondando en las palabras claves de su léxico, como la tensión entre la espada y la pluma, la significación de los sueños, las versiones nostálgicas de la patria, los espejos, los tigres, los laberintos, el amor a los libros y a la lectura, y el tiempo siempre irreversible.

[...]

El amor del viejo. La narrativa biográfica de las musas y de los amores de Borges es bien conocida. En sus poemas de vejez hay una suerte de desenlace amoroso. En Historia de la noche, un poema corto y delicioso titulado “Gunnar Thorgilsson (1816-1879)”, ofrece seis versos acerca del pasado, con espadas, imperios y Shakespeare, para concluir enfáticamente: “Yo quiero recordar aquel beso / con el que me besabas en Islandia”. Ese “aquel” aisla el beso y lo liga con el placer de asociaciones islandesas. Nada vale la pena recordarse en la historia excepto aquel beso. Este poema sorprendente se parece al poema tardío de W. B. Yeats titulado Politics, donde esa chica parada allí se burla de la política romana, rusa y española, de todas las guerras y alarmas, para terminar: But O that I were young again / And held her in my arms! [Oh ser joven otra vez y estrecharla en mis brazos]. Pero el deseo del viejo Yeats (no la toca en el recuerdo verbal) se diferencia del beso del viejo Borges (un recuerdo físico). “Himno” incluye una larga lista que funciona como negación de la importancia de la historia, otra vez gracias a la bendición de un beso, “porque una mujer te ha besado”. La canción de amor “El enamorado” establece una enumeración anafórica a partir del binomio “debo fingir”, generando una secuencia de ilusiones mentales acerca del mundo. Concluye: “Sólo tú eres. Tú, mi desventura / y mi ventura, inagotable y pura”. La musa, más allá de los sentidos y de los suplicios del sexo, excita al poeta, como a cualquier amante que vacila. La vejez no ha disminuido esta incertidumbre amorosa. Qué raro que un poeta como Borges se haga eco de los lugares comunes del Bécquer de “Poesía… ¡eres tú!” de las Rimas. “Las causas” es otra enumeración que concluye con el destino de los amantes: “Se precisaron todas esas cosas / para que nuestras manos se encontraran”. Otra referencia física: manos. “La espera”, ese lugar común de la poesía en el que el amante duda temblando, es un poema que elabora un concepto acerca de lo que pasa en el universo mientras él aguarda a su amada; dice: “(En mi pecho, el reloj de sangre mide / el temeroso tiempo de la espera)”. En tanto el poeta viejo espera, un monje soñará con un ancla, un tigre morirá en Sumatra y nueve hombres morirán en Borneo. Este amor de un seudo adolescente se afirma contra la realidad de la vejez. El poeta se mira en un espejo y ve su alma “lastimada de sombras y de culpas”, pero sin nombrarlas. Otro poema enumera todo lo que hubiera podido pasar, incluyendo “el hijo que no tuve”. No obstante todo lo vivido, y reiterativamente, el poeta nunca abandonó la biblioteca de su padre, nunca creció, y ahora se encuentra solo. En un monólogo dramático, dando voz a Cervantes, repite “no quiero ser quien soy”, un viejo “en mi triste carne célibe”. Pero todo pasa, incluso el amor pasa, como en el poema “G. A. Bürger”, la sabiduría inútil del viejo es consecuencia del devenir heracliteano del tiempo: “sabía que el presente no es otra cosa / que una partícula fugaz del pasado / y que estamos hechos de olvido…” En su conferencia sobre la ceguera, en Siete noches, Borges cita versos del más grande de los poetas de España, fray Luis de León, donde la vejez es concebida como vida solitaria, “libre de amor, de celo, / de odio, de esperanza, de recelo”, lo cual en cierto modo sin embargo se contradice con las palabras finales de esa conferencia: “Pero vivir sin amor creo que es imposible, felizmente imposible”, donde sin duda Borges se refiere al amor femenino, no al divino. En su obra, el amor está idealizado, toma distancia de la sexualidad y del deseo; surge en la vejez como una “nueva y sencilla felicidad”. Borges siempre se sintió atraído por la posibilidad de la felicidad, pero la vida se la vedó hasta la vejez (véase su poema “La dicha”), como confirma, en inglés, I no longer regard happiness as unattainable; once, long ago, I did [Ya no concibo la felicidad como algo inalcanzable; una vez, hace mucho, lo hice]. Sus poemas de amor tardío por una mujer revelan aspectos íntimos de su personalidad, pero sin caer en los pormenores de una confesión. Besar enturbia su amor platónico, puramente mental; carece de la sensualidad del beso de Rubén Darío: “rojo beso ardiente”. Según Borges, la vida apasionada y solitaria de Emily Dickinson se basó en su preferencia por “soñar el amor y acaso imaginarlo”, una frase que ofrece una llave para asir sus poemas tardíos de amor. Borges en su ensoñación del amor no alcanza a participar de la libre mirada y de la honestidad de apreciación de Montaigne sobre el tema, quien en su ensayo sobre Virgilio confesó: “Encuentro más placer mirando la dulce cópula de dos bellos jóvenes, o simplemente imaginándolos, que participar yo en una triste mezcla sin forma”.

Conclusión. Los poemas del poeta viejo son exclusivamente suyos; quiero decir: no configuran una poética sobre el tema. No hay una poética de la vejez porque cada viejo es viejo a su manera, sin equivalencias sociológicas. Borges no se parece al viejo poeta apasionado W. B. Yeats ni al viejo Robert Graves, a quien visitó en su “esplendor patriarcal”. La poesía del Borges anciano es clásica y sus técnicas literarias son obvias y reiterativas. Sin embargo, hay una delicadeza y una sinceridad que reafirman constantemente la integridad de la poesía. Además, se refinan las referencias a los otros sentidos ―el oído, el olfato el sabor― compensando en cierto modo su condición de ciego, el hecho de haberse transformado en lo que Milton llamó eyeless in Gaza. Lo que nosotros oímos es la música sutil de su dicción coloquial, su voz que nunca se afea con el uso del argot; el olfato se asocia con las rosas y los jazmines que abundan en su obra, el sabor se destaca en varias asociaciones con el agua. Por ejemplo, “el sabor del agua” puede a veces vencer “a la desdicha”. Este elemento –agua– al descender por la garganta sugiere un fluir heracliteano interiorizado, que resume el pensamiento borgeano sobre el tiempo y la identidad. El agua refresca la voz del poeta, como un manantial o una fuente. Es agua arquetípica, primordial: “La frescura del agua en la garganta / de Adán” o, casi repitiéndose verbatim, la “frescura / del agua elemental en la garganta”. En el poema “Alguien”, de 1966, el poeta confeccionó una lista de las cosas esenciales de la vida como “el sabor del agua”. Esta sensación de líquida frescura alivia momentáneamente, tal vez porque pasa como el tiempo y la vida. Estamos cerca del arquetipo del viejo, ofreciendo sabiduría acerca de las sensaciones vitales y el tiempo fugaz, como Edipo en Colono (en la traducción de Yeats), cuando el héroe envejecido y cegado encuentra su lugar predestinado de muerte, aportando bendiciones a la tierra que lo acepta. En el poema “Góngora”, otro monólogo dramático, el cordobés barroco confiesa depender demasiado de mitologías, de Virgilio, del Latín, en poemas que son laberintos arduos, con metáforas remplazando al mundo (perlas en lugar de lágrimas). La crítica de sí mismo que hace Góngora/Borges desemboca en poemas de otro tipo de vejez, descartando la erudición, los laberintos intelectuales y las metáforas en beneficio del plain-talk de Milton: “Quiero volver a las comunes cosas: / el agua, el pan, un cántaro, unas rosas”, otra enumeración de asociaciones arquetípicas. La forma que esta poética elemental adquiere se hace patente en el cierre de los poemas: concluyen siempre con una fórmula que lo compendia todo. Son como fábulas, cercanas a poemas didácticos, pero basados en la dura experiencia de envejecer ciego. Nos enseñan a nosotros, los lectores que nos acercamos al final (the endgame), qué papel tan importante puede llegar a desempeñar el arte en el último tramo de la vida. En la encrucijada de senectud y ceguera, Borges afirma que “el consuelo es de Milton”: más bien poético que filosófico.

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Alfonso Berardinelli / La herencia latina


[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]


Nací en Roma, y tal circunstancia hasta este momento nunca me había parecido muy notable. Pero ahora me encuentro en Ciudad de México, participando de un simposio sobre “Latinidad en la poesía”, y yo mismo percibo esta situación como bastante extravagante, casi embarazosa.
Se me ocurre pensar que alguien, al escuchar que nací en Roma, podría, distraídamente, considerarme capaz de leer con suma facilidad a los poetas latinos, a los más famosos como Virgilio, pero también a los más difíciles, como Persio. Obviamente, no es así. Más que leer, cuando abro las páginas de un poeta latino que no he estudiado anteriormente, tengo que esforzarme en descifrar, en traducir mentalmente. Y, en su conjunto, mi familiaridad con la literatura latina es escasa. Como no soy un estudioso especializado, abordaré el tema de este a partir de mi experiencia, para ofrecerles sólo algunas reflexiones ocasionales y personales, disculpándome con antelación por el carácter muy sujetivo, quizás arbitrario, de lo que voy a decir.
Mi cultura literaria pertenece esencialmente al siglo XX: no solamente porque me dedico a dictar clases de literatura italiana contemporánea, sino también porque desde hace un tiempo, casi un siglo, la cultura literaria de la mayoría de los escritores y de los críticos no se sostiene más sobre los modelos clásicos; al contrario, se sostiene (si fuera posible sostenerse sobre una materia fluida y en movimiento) sobre la negación moderna de los modelos tradicionales o sobre nuevos modelos que la modernidad propuso. En Italia, la última vez que los clásicos latinos constituyeron la base sólida de la cultura poética fue con Carducci y con Pascoli (ya menos con D´Annunzio, cuya cultura preponderante era francesa) al fin del siglo pasado [XIX]. Para ese que fue, al menos en relación con la poesía, el país-guía en Occidente durante aproximadamente un siglo, desde Baudelarie hasta los surrealistas, la ruptura con los modelos clásicos se había realizado antes del comienzo del siglo XX y había sido neta. Baudelaire conocía muy bien el lenguaje poético latino: podía componer (desde los años de colegio) versos en latín, y en su poesía se observa siempre una presencia muy fuerte de la construcción sintáctica, de la regularidad métrica y de los efectos retóricos. Pero en el siglo XX la latinidad, entendida como influencia, también indirecta, de los modelos antiguos, desaparece. El escritor francés Julien Gracq, a comienzos de la década del ´60, en un ensayo titulado Pourquoi la littérature respire mal [Por qué la literatura respira mal], trataba un problema según él tan esencial como normalmente descuidado por la crítica: el problema de cuál es la “base de cultura donde crecen y se alimentan las obras de nuestro tiempo”:

En el caso de los autores clásicos, sabemos perfectamente que esta base es la literatura latina, son las Sagradas Escrituras, menos frecuentemente la literatura griega. Si agregamos, con un rol menos importante, algunos autores de teatro españoles y algunos poetas italianos, tendremos la base común de la que se alimentan, de manera aproximada, tanto Ronsard como Racine, tanto Montaigne como Voltaire, y también Chateaubriand y Pascal… Ahora, nada parecido encontramos en la cultura común de la mayoría de los autores actuales… Vivimos todavía en la convicción , alimentada por los programas universitarios y por los índices de los manuales, que nuestra cultura crece siempre a partir de aquella raíz, muy larga y al mismo tiempo muy angosta, que se sumerge en tres mil años de tradición grecorromana hasta llegara a la edad de Homero… Existieron en todos los tiempos en Francia escritores que no conocían la cultura latina; sin embargo, prácticamente nunca se ha tratado de poetas: ahora, el grupo surrealista, nacido después de 1920, es sin dudas la primera escuela en Francia donde la mayoría de los poetas nunca aprendió ni una palabra de latín.

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Por lo tanto, el surrealismo, con su teoría del “automatismo de la escritura”, transformó profundamente no solamente la idea de poesía, de texto poético, sino especialmente la forma de trabajar de los poetas: desestimó las reglas métricas, los aparatos retóricos, la idea misma de unidad y “organicidad” del texto poético, que es la base de de muchas teorías estéticas también del siglo XX. Esta revolución permanente, que se movió con largas oleadas, quizás paulatinamente más frías, llegó hasta la mitad de los años ´60: hasta los autores de Tel Quel, hasta Paul Celan y Allen Ginsberg (tres casos muy distintos en tres áreas culturales igualmente distintas). Junto con algunos escritores como Eliot, Maiakovski y Brecht, el surrealismo ha sido el movimiento y la ideología literaria más influyente sobre la poesía del siglo XX, especialmente en el área neo-latina. El hecho de que, como afirma Julien Gracq, los surrealistas no conocieran el latín es sólo una forma para decir que, bajo el efecto de su revolución, los poetas latinos como modelos y toda la poética clasicista desde Horacio hasta Boileau perdieron valor e importancia en la formación de cualquier poeta o aprendiz de poeta.
Cuando pensé por primera vez que deseaba escribir, era un estudiante de colegio secundario. Recuerdo todavía las primeras lecturas de Virgilio en el texto original, en latín. Aquella experiencia escolar se mezclaba con algo más. A los quince o dieciséis años no nos puede gustar Virgilio. No es primitivo ni rico en aventuras como Homero, ni apasionadamente sincero, “tierno y violento”, como Catulo. Es demasiado maduro, demasiado controlado y misterioso.
La Eneida es un ejemplo de épica crepuscular y moralizada (poesía reflejada o sentimental, como diría Schiller) que no se logra focalizar en el aburrimiento de las largas lecturas escolares. Personalmente, a los dieciséis años, prefería The sound and the Fury de Faulkner. L`homme révolté de Camus era mi libro de cabecera. Sin embargo, había leído en Tolstoi muchas páginas que alababan la divina Naturaleza y la simpleza moral del campesino ruso que conoce físicamente su orden y su fuerza tremenda. Cuando, al año siguiente, me encontré con los Quartets de Eliot, regulados según el ritmo de las cuatro estaciones y la combinación de los cuatro elementos (aire, tierra, fuego, agua) y leí su famoso ensayo ¿Qué es un clásico?, entonces empecé a tener curiosidad y a sentirme atraído por Virgilio. Eliot lo convierte en el modelo de autor “maduro”, cuyo talento individual le permite hallar del modo más feliz y útil una tradición ya existente, y crear otra nueva después de él. Madurez como sentido del tiempo y de la continuidad. Lo opuesto a los surrealistas y a la rebeldía de la que hablaba Albert Camus. Todo esto tenía un sentido moral e histórico para el poeta inglés. Eliot había escrito aquel ensayo en 1945, en la ciudad de Londres devastada por los bombardeos de la Alemania nazi, y pensaba que hacía falta remontarse al origen del bien y del mal en nuestra civilización occidental; por lo tanto la “madurez” clásica, la madurez de Virgilio, poeta de los derrotados y de los humildes, adquiría un valor superlativo.

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Es Horacio el polo opuesto de la latinidad poética: ha sido un modelo literario durante siglos, y fue la voz ―de la forma más epigramática y memorable― de una moral autodefensiva del escritor vinculado al poder estatal, pero muy celoso de su vida privada. Horacio, o sea el poeta de la aurea mediocritas, del justo medio, de la conciencia de los límites que nos alienta a que nos conformemos con poco. Horacio, el enemigo de las vanas, agotadoras y desmedidas ambiciones. Antiheroico, él también. Enemigo de los excesos. Poeta satírico, incapaz de tonos sublimes. Est modus in rebus, existe y tiene que existir un límite para cada cosa: esto nos repite el “mediocre”, ansioso y susceptible Horacio a lo largo de una tradición que se nos hizo molesta.

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Entonces Horacio parece volver con Bertolt Brecht, marxista maliciosamente dialéctico, quien justifica el estalinismo pero lo teme, recitando el papel del sabio clásico, un poco taoísta y un poco epicúreo.
Horacio siempre es mencionado entre sus maestros por el inglés Wystan H. Auden: porque Horacio sabía cuán poco se puede modificar y perfeccionar la naturaleza humana (nada le es más ajeno que el sueño mesiánico y casi “marcusiano” de la cuarta égloga de Virgilio) y no ignora cuán vulgares y ciegas son las ambiciones, sobre todo la de pretender guiar a los demás; cuán insensato, en fin, inmiscuirse en políticas que imponen a los individuos el sacrificio de la libertad personal en nombre de una mejora de la vida pública.
Entonces Horacio llega puntual a la cita con la prudencia, con la desilusión, con la astucia autodefensiva, agregándole una moderación epicúrea al pesimismo más total. Así escribe en la sexta sátira del primer libro:

Voy donde más me agrada, libre y solo: pregunto por el precio de la verdura y del trigo, paso por el Circo, en donde se arman embrollos, doy una vuelta por el Foro, hacia la tarde, y me detengo a escuchar a los adivinos. Después regreso a mi casa, delante de un plato de puerros, de masas fritas y garbanzos… Este es el día de aquellos que están libres de angustiosas ambiciones.

Esta situación, que es el tema de las sátiras, es también la premisa de las odas, de los cármenes. El arte lírico de Horacio (y su moral) puede parecer decepcionante por estar tan distante del gusto moderno. No encontramos en su arte ninguna audacia metafórica. Audaces no son sus imágenes, casi nunca, porque la invención estilística le confía todas sus sorpresas a la relación entre sintaxis y métrica. La de Horacio es un arte poética de la brevedad, de la locución concentrada en un ritmo perfecto.
Antes de cumplir veinte años leí el libro de Hugo Friedrich acerca de la “estructura de la lírica moderna”. Fue una revelación, esencialmente porque representaba la otra cara (así me parecía) de los libros de Camus sobre la rebeldía y el absurdo. La “fantasía autoritaria”, el albedrío de las asociaciones y de las relaciones semánticas y sintácticas era la regla o la antirregla de la modernidad poética. Después de unos años apareció en Italia el Grupo ´63, que intentaba introducir nuevamente el espíritu de las vanguardias de comienzos de siglo XX, futurismo, dada, surrealistas, Pound, Joyce. Ahora que aquel intento neovanguardista ya cumplió su ciclo y tuvo su historia, nos preguntamos hasta qué punto la poesía italiana del siglo XX podía ser de verdad modernizada.

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De tal manera, lo mejor del siglo XX poético italiano está quizás en la recuperación o en la persistencia de antiguas formas, versificación cantabile, un realismo irónico animado por una auténtica música (Gozzano, Saba). Hasta el mejor de los poetas herméticos italianos, el más “gótico” y vertical, al final ha se ha encontrado con Horacio, distanciando aquella cuota de simbolismo y surrealismo (si bien moderados) que existían en los poemas de sus primeros libros. Hablo de Mario Luzi, quien en 1963, al publicar Nel magma [En el magma] eligió un significativo epígrafe de Horacio: nisi quod pede certo differt sermoni, sermo merus… [si no se encontrara aquí cierta regularidad de los versos, se trataría simplemente de prosa…]
Tal vez este encuentro entre el hermetismo y la prosa en verso de Horacio signifique algo más que la velada presencia de una larga herencia; tal vez constituya un camino por recorrer aún.


Traducción de Luciana Zollo

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Mariano Pérez Carrasco / La aventura del orden (Apollinaire y el arco histórico de las vanguardias)

[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]


Una época que parece estar dejando de ser la nuestra rindió un culto en cierto modo acrítico a la novedad. La lógica en que vivieron aquellas sociedades establecía una inmediata identidad entre lo nuevo y lo bueno. En las últimas décadas la filosofía ha comenzado a preguntarse con particular intensidad cuál era el fundamento de esa creencia desmesurada en «lo nuevo», y encontró que ese fundamento era doble: por un lado, estaba el proceso de industrialización y la omnipresencia de la lógica mercantil; por otro lado, estaba la escatología cristiana y el mesianismo. La aceptación acrítica de la novedad como valor encontraba su fundamento en estos dos grupos de fenómenos.
La evolución de la poesía en el arco histórico de la vanguardia (circa 1920-1970) adquiere un nuevo sentido al verse enmarcada en este cuadro general de la evolución de las sociedades occidentales. No se pueden comprender las propuestas de las vanguardias estéticas sin comprender las ideas de las vanguardias filosófico-políticas: ambas se sostienen en presupuestos teológicos que permiten la apertura de un horizonte escatológico. La fusión entre vanguardia estética y vanguardia política que comienza a producirse en la década del treinta se explica a partir del fundamento teológico que comparten.

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1. La lógica de la novedad y el drama de la vanguardia

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El esbozo que acabo de hacer de la evolución de estos dos poetas [Apollinaire y Aragon] me parece significativo para nuestro presente, pues señala las posibilidades y los límites de algunas maneras poéticas que tienen su origen en el siglo XIX y cuyo arco hoy parece estar concluido. Esta conclusión –este final de época– se verifica en que desde hace algunas décadas es posible percibir un retorno de lo idéntico. Los últimos veinte años del siglo pasado han visto aparecer sucesivas figuras de lo mismo apenas levemente maquillado.
El prefijo «neo» da cuenta del matiz diferencial que quisieron tener aquellos ismos tardíos. Un doble imperativo determinó la evolución de la estética de las últimas décadas: por un lado, quienes comenzaron a escribir en aquella época heredaron de las vanguardias históricas el imperativo de la «novedad imprevista»; por otro lado, este imperativo los obligaba a producir una ruptura con un pasado que había logrado imponer la tradición de la ruptura. Estos hombres tenían el imperativo de seguir siendo considerados vanguardistas. Su drama consistía en tener el deber de romper con aquello a lo cual por tradición pertenecían. El prefijo «neo» dio cuenta de esta paradójica situación: un neo-x-ista es a su vez alguien que pertenece a la tradición del x-ismo pero que ha roto con el x-ismo tradicional. Su ruptura parece consistir, las más de las veces, en que es un nuevo (neo) x-ista; es decir, que su diferenciación respecto del x-ismo tradicional consiste en su valor de novedad –entendida como mera sucesión temporal, y, en ocasiones, radicalización de los mismos gestos– y en el hecho de ser no-tradicional. Esto último es clave: la tradición de la ruptura se impone el deber de ser antitradicional. Este imperativo acaba siendo una condena, pues sólo para los primeros antitradicionalistas es posible romper con la tradición; los segundos, si son fieles a los preceptos del antitradicionalismo, deben romper con el antitradicionalismo al cual pertenecen.
La paradoja es evidente y ha llamado la atención de Octavio Paz, con quien disiento en un punto clave atinente a la caracterización de la modernidad. En opinión de Paz, la modernidad sería, toda ella, el despliegue de una paradójica tradición de la ruptura. En mi opinión, si por «modernidad» entendemos el período que va del siglo XVII hasta la Primera Guerra Mundial, esa caracterización es inexacta, pues aquel período se ha mostrado comparativamente más tradicionalista que períodos anteriores, por ejemplo, aquel que va del siglo undécimo al decimocuarto. La ruptura entre románticos y clásicos es ínfima comparada con la verdadera revolución que significó la adopción de las lenguas vernáculas como lenguas literarias. La panoplia de temas introducidos por el realismo palidece ante la elaboración del concepto de amor en el siglo XII, del cual esos realistas (Stendhal y Flaubert, por ejemplo) son herederos directos.
Mi caracterización del período no implica un menosprecio de la modernidad. Sólo sería así si considerase que la novedad posee algún valor en sí misma, y no es esta mi opinión. La concepción de Paz acerca de una tradición de la ruptura se aplica perfectamente al período que va de la Primera Guerra a la década de los setenta. En esos sesenta años la tradición de la ruptura gozó de una enorme vitalidad, que ha ido perdiendo progresivamente hasta nuestra época. Hasta los setenta fue todavía posible ser nuevo sin ser, ipso facto eoque ipso, viejo. Luego esto sería imposible, y esa imposibilidad llevó a que quienes vinieron después adoptasen de entrada el prefijo «neo», como primer y muy a menudo único expediente para conservar el valor que los sesenta años anteriores contribuyeron a encumbrar como supremo: el valor de la novedad. Pero esto no podía conducir a la superación de la paradoja en la cual habían caído por la aceptación del valor de la novedad. Pues, una vez aceptado que el valor supremo es la novedad –que se convierte por ello en criterio universal de juicio– nos encontramos ante una imposibilidad judicativa y constructiva que no es fáctica sino lógica, de allí que no pueda ser superada. Aceptar la novedad como un valor en sí mismo, y, en consecuencia, como un criterio de juicio, implica despojarse eo ipso de todo criterio judicativo, pues la novedad considerada como valor destruye todo otro valor, ya que el valor se convierte en tal solamente por el hecho de ser nuevo. Así, no se puede decir que un poema es perfecto, bien construido, bello, pues ni la belleza, ni la construcción, ni la perfección son valores nuevos. En todo caso, hay que buscar una belleza, una perfección, una construcción aún desconocidas (es decir, nuevas); y aquí se cae en otra paradoja, pues si esos valores son aún desconocidos no se los puede utilizar como criterio de juicio. Afirmar, por ejemplo, que un poema es bello de una belleza desconocida implica formular una proposición que se destruye a sí misma; pues, o bien se conoce lo que es la belleza, y se encuentran en ese poema ciertos rasgos atribuibles al concepto de lo bello, con lo cual la belleza que se predica del poema no cae ni por fuera de nuestro conocimiento (no es desconocida) ni por fuera del concepto de belleza (no es nueva), o bien se sabe lo que es la belleza (por eso se afirma que el poema es bello), pero no se encuentra en el poema rasgo alguno que corresponda a ese concepto, con lo cual nos vemos impedidos de decir que es bello; y, si así y todo queremos decir que es bello, pero que desconocemos el género de belleza al cual pertenece (hablando con propiedad, la especie), volvemos a caer en una paradoja, pues, en definitiva, nuestro desconocimiento del predicado que deseamos atribuir al objeto (la belleza) nos impide ser conscientes de aquello que estamos predicando.
En resumen, el arco histórico del vanguardismo concluyó cuando se volvió imposible la realización de los gestos de ruptura que caracterizaron a las vanguardias tradicionales; a partir de ese momento (circa 1970) la novedad consistió fundamentalmente en la repetición de gestos y propuestas anteriores: en lo esencial, estas copias eran idénticas a sus modelos; la conciencia de esta identidad, unida al imperativo de novedad, llevó a que los nuevos ismos (que se sabían viejos) se autodenominasen nuevos (neo-x-ismos), y buscasen en sí mismos y en sus repeticiones, en general infructuosamente, algún rasgo de novedad.
La lógica que acabo de esbozar constituye el núcleo del drama que vive nuestra cultura desde hace treinta años. Esta lógica de la novedad no afecta únicamente a la literatura, sino a todas las esferas de la sociedad. El proceso que llevó a que la novedad per se fuese considerada no sólo un valor, sino el valor supremo, no ha sido ni propio ni exclusivo de la literatura y el arte; por el contrario, la literatura y el arte han importado ese valor de otros ámbitos.
El mercado es el ámbito en el que la novedad constituye legítimamente el valor supremo. No es casual que el valor de la novedad se haya extendido a todos los ámbitos de la sociedad en el momento en que el mercado llegaba a constituirse como tal, es decir en el período de los grandes imperios europeos, cuyos conflictos mercantiles condujeron a la Primera Guerra. Es posible, en consecuencia, suponer un vínculo de causalidad entre la adopción de una estética de lo efímero («culte de l’éphémère» es expresión de Aragon en Le paysan de Paris) cuyos objetos predilectos son las mercancías en desuso, y la extensión y consolidación del mercado europeo mundializado.
Si las hipótesis que sugiero son verdaderas, parece concluirse que al adoptar la novedad como supremo valor y como criterio de juicio, la literatura y el arte pierden su autonomía. Pero esta conclusión es inexacta. La inexactitud de esta conclusión reside en la creencia de que el arte y la literatura han sido alguna vez actividades autónomas. La autonomía del arte es un mito decimonónico que ha heredado el siglo XX. El arte no es una actividad productora de sentido, sino reproductora. Los artistas adoptan los valores y conceptos de la filosofía, la religión, la ciencia, la política. Ningún gran poeta (la afirmación puede extenderse a los artistas en general) ha vivido esto como un drama; por el contrario, suelen aceptar ese substrato ideológico como algo dado, en cierto modo natural: aquello sin lo cual sus obras serían ininteligibles. En nuestra cultura, los distintos cristianismos, con sus diversas teologías y filosofías, proporcionaron un sistema de coordenadas que hacia la Primera Guerra ya estaba roto. Los soldados que partían al frente llevaban en sus mochilas indistintamente la Biblia, Homero y Así habló Zaratustra (Karl Löwith ha estudiado este punto). La escatología de las religiones seculares, por un lado, y, por otro lado, la realidad del mercado surgido del proceso de industrialización, acabaron con aquella relativa unidad de la Europa cristiana, y fueron suplantando paulatinamente sus valores.

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3. La realidad de las fotos sobre mi corazón

Leí Caligramas por primera vez en la Clínica de Olivos. El hecho de estar enfermo me hacía establecer un vínculo de empatía con aquel poeta cuyas fotos más famosas (la edición de J. I. Velázquez editada por Cátedra trae abundante material fotográfico) lo presentaban ojeroso, recostado en su cama de hospital. Yo tenía dieciséis años y un fanatismo religioso por casi todo lo que tuviese algo que ver con el surrealismo. El año anterior había ganado un concurso de poesía cuyo premio era la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini. Hasta ese momento mis modelos eran el Juan Ramón Jiménez de Estío, Bécquer, Rafael Obligado (me gustaban sus poemas contra el progreso más que Santos Vega), Almafuerte, Miguel Hernández, el Quevedo satírico, algo de Lope de Vega (admiraba y envidiaba su donjuanismo), los sonetos de Garcilaso. Por sobre todos, había estado la presencia insuperable de Rubén Darío. Todo Darío, cuentos, poesías, impresiones. En la revista Caras había leído Sinfonía en gris mayor e inmediatamente me senté a escribir dodecasílabos. Mi maestro de preceptiva era Calixto Oyuela, un libro heredado de mi bisabuelo. Alrededor de mis quince años, Darío fue suplantado por Neruda. Imité hasta el hartazgo los Veinte poemas y El hondero entusiasta. Me costó muchísimo entender Alturas de Machu Pichu y Tentativa del hombre infinito. Estos libros presentaban un tipo de poesía que no encuadraba en nada que hubiese leído. ¿Por qué esos versos eran versos y no prosa?, me preguntaba. ¿Por qué Neruda prescindía de la puntuación, a menudo de la rima, del metro, elidía la apertura del signo de interrogación? Algo era cierto: Neruda me fascinaba. Neruda era solar. Estravagario me enseñó el eneasílabo. En eneasílabos escribí un poema en que un hombre abandonaba a dios y caía de rodillas, imprecando. Ese poema ganó aquel concurso. Por las noches, me acostaba con el tesoro de mi premio e intentaba leerlo. Fracasaba. No entendía nada. Contaba mentalmente los versos: ninguno estaba medido. Me sentía completa, fanáticamente de acuerdo con la introducción de Pellegrini; yo también estaba en contra de la sociedad, la razón, el progreso. Estaba, sobre todo, en contra de la escuela. Pero cuando pasaba de la introducción a los poemas, no entendía nada. (Lo mismo me pasaría al leer Rimbaud y Apollinaire en las ediciones de Cátedra: magníficas introducciones, poemas ininteligibles.) Hasta que un día se hizo la luz. El admirable ritmo logrado por Pellegrini me hizo enamorar de Las armas milagrosas de Aimé Césaire y de los poemas de Desnos. Entendí cuál era la presa de esos poemas.
El caso es que, ya convertido al surrealismo, poco antes de caer enfermo había querido saber quién era Apollinaire, a quien consideraba (gracias a Nadeau) el abuelo del movimiento surrealista. Y compré la edición de Cátedra justamente por su introducción, con la esperanza de comprender algo. Una vez más fracasé. Me interesaba lo que decía Apollinaire, y sobre todo lo que Velázquez decía que Apollinaire quería hacer, pero no llegaba a entender por qué Apollinaire era considerado un gran poeta. Aunque recientemente convertido al surrealismo, mis oídos estaban formados en la poesía española (es decir, en la única poesía que, ignorante de otras lenguas, podía entender), y, sobre todo, en la música de Rubén Darío, en los pies de tetrasílabos de Asunción Silva. Lo que me pasaba con Apollinaire me había pasado con todos los poetas extranjeros. Quería leer poesía, pero, defraudado, terminaba leyendo prosa. Esta era mi percepción, pero los críticos, que sin duda sabían más que yo, decían otra cosa. La certeza de la superioridad de los críticos me llevó a abandonar mi parecer y a adoptar el de ellos. Llegué a la conclusión de que la poesía moderna era lo que leía en esas traducciones. Recién una década después, cuando mi conocimiento del francés había evolucionado lo suficiente para permitirme escuchar los versos, pude comprender que mi percepción inicial era correcta, y que, en consecuencia, toda la poesía que había escrito a partir de esos modelos traducidos no era más que el producto de mi ignorancia. Comprendí que la edición de Velázquez es la mejor en español para estudiar los Caligramas, pero nada dice de la poesía de Apollinaire, de esa música que es tan fácilmente perceptible en el original.
Independientemente de este primer malentendido, hubo un hecho más importante, que creo que, al igual que el anterior, es tanto una vivencia personal cuanto una experiencia de varias generaciones de argentinos. Se trata de una de las marcas de nuestra cultura. Apollinaire, los surrealistas, y, fundamentalmente, los críticos que los comentaban e importaban, habían hecho surgir en mí un desprecio hacia aquellos modos poéticos objeto de mi primer amor. Neruda, Bécquer, Hernández me habían emocionado. Sus versos habían sido efectivos para ese chico de entre trece y quince años que los leyó. De pronto, voces que consideraba autorizadas me ‘‘hacían ver’’ no sólo que todo eso era el pasado (lo cual, en parte, es verdad), sino que, como producto de una sociedad corrompida, corruptos en consecuencia ellos mismos, debían ser destruidos. La convincente voz de Breton clamaba: litteratura delenda est. Y allí estaba también Apollinaire, profetizando lo nuevo: el verdadero poeta era un mago, un profeta que explora las profundidades de la conciencia («les profondeurs de la conscience»); para escribir versos había que abandonar todo saber, ser un ignorante abierto a la gracia («c’est le temps de la grâce ardente»), y, de ese modo, divinizarse («l’homme se divinisera / plus pur plus vif et plus savant») . Estos tópicos son de origen agustiniano, patrístico. Cuando profundicé mis estudios de filosofía medieval, comprendí que los poetas del siglo XIX y sus herederos no rompen con el cristianismo, sino con el catolicismo racionalizante, político, institucional, y redescubren (Baudelaire es el más destacado de ellos) un cristianismo primitivo que les exige abandonar la razón, el orden, los reinos de este mundo, y abrirse como modernos ascetas a la gracia vivificante. Abandonan el saber, abandonan la ciencia, para entregarse a la gracia. A menudo se olvida que la Modernidad no ha sido una época menos cristiana que la Edad Media, sino más; la Modernidad es, en casi todos sus aspectos, un período anticatólico: lo que se rompe al final de la Edad Media no es el cristianismo, sino la unidad de la Iglesia. Los modernos critican a los escolásticos el que se hayan dejado seducir por los dislates de la sabiduría pagana (principalmente Aristóteles); Descartes, Hobbes, Leibniz quieren construir un saber que sea genuinamente cristiano, aunque no necesariamente católico. Apollinaire está en esta línea. Este agustinismo extremo (consistente en la devaluación de la naturaleza, que es pecaminosa, frente a la gracia: «je me suis enfin détaché / de toutes choses naturelles / je peux mourir mais non pêcher» ) es una de las causas del informalismo. Como en los himnos cristianos primitivos, lo que importa es el canto mismo, ofrendado a dios, y no su forma. Dedicarle tiempo al trabajo formal es pecaminoso, pues nos vincula con este mundo, al que hay que rechazar; se trata de un pecado análogo al de los afeites femeninos.
El desmesurado (en el sentido de hýbris) anhelo de renovación que surge, de un modo claro, con Apollinaire y que luego heredan las vanguardias, es, por una parte, heredero directo de la concepción cristiana de la renovatio bautismal, y, por otra parte, está motivado por la expansión de la lógica mercantil propiciada por la industrialización. Ambas causas no son contradictorias, sino complementarias. Estas posiciones estéticas entran en consonancia con los credos políticos revolucionarios, también ellos herederos del milenarismo judeocristiano, y que, al igual que los cristianos primitivos, exigían también una renovatio, es decir, la muerte del hombre natural y el nacimiento del hombre nuevo. Esto explica que el arco histórico de las vanguardias coincida con el arco histórico de las revoluciones milenaristas.

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Independientemente de las tristes querellas de escuela (que en general no son más que una forma de afirmarse a sí mismo frente a los demás), lo que queda, lo único importante, es la búsqueda de la belleza, del bien y de la verdad. El amor es la forma de esa búsqueda. El desafío de cada uno de nosotros es encontrar cuál es el objeto digno de ese amor.

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Ricardo H. Herrera / De la improvisación a la conciencia estética (pasaje de ida y vuelta)


[Fragmentos. Texto completo en la edición impresa]



A Javier Adúriz, porque desde hace años

me habla con fervor de la vieja voz del idioma

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No afirmo que haya desaparecido la posibilidad de la poesía, género literario en el cual hoy se reciclan las veleidades subculturales de los sucesivos vanguardismos; digo, más bien, que en una encrucijada tan compleja como la presente, la crítica no puede sugerirle tareas estéticamente constructivas a la poesía, mucho menos proporcionarle nuevas energías a un medio expresivo tan vapuleado como el verso. El formato mismo de poema se le ha hecho casi intolerable a la sensibilidad contemporánea: produce perplejidad o aversión, incluso entre sus mismos cultores. Por libre que sea el verso, por desinhibida que sea la expresión, siempre queda en la página un residuo ridículamente anacrónico: tal vez un contrahecho reflejo de la perdida cohesión de la forma antigua. Lo sugiero porque la forma nació para ser conservada en la mente, no en la página. En la mente, un poema riguroso es arquitectura del más nítido sonido en el más puro silencio: palabra absoluta, así lo entendieron los simbolistas. La posibilidad de tal experiencia de la forma no la puede generar el verso al uso; tampoco lo pretende, es cierto; por el momento, este nuevo verso que favorece vertiginosas mutaciones de la noción de poesía, afirmando y negando al mismo tiempo, está condenado a hostigar los vestigios de una plenitud que rechaza por vocación, pero que también le está vedada por definición, ya que no hay nada libre en un organismo vivo. Sin embargo, sería suicida cerrarse a la posibilidad, a lo inesperado; la improvisación tiene sus recursos, y acaso en algún momento se produzca la articulación espontánea entre las presentes búsquedas (o extravíos) con materiales previamente dados.

[...]

No obstante la gran diversidad de poéticas en juego, la característica propiamente genérica de la poesía argentina reciente estriba en el hecho de que busca hacerse oír en continuos recitales. Esto parecería indicar que la voz cumple un papel protagónico en ella, como si sólo al escucharla fuese posible captar integralmente su forma. Hago esta afirmación porque las nociones de forma y de voz siempre han estado estrechamente ligadas. De hecho, los instrumentos formales de la poesía han tenido como único objetivo la construcción de la voz. Esto sí que podría ser denominado el principio poético por excelencia. Desbarran quienes creen que los viejos recursos formales de la poesía ―medida, acentos, cesuras, consonancias― apenas sirven para que alguien demuestre su pericia de acróbata o de ajedrecista del lenguaje. En realidad, se trata de instrumentos que permiten perfeccionar la modulación de la voz, y, también, hacer la exacta notación de la singularidad de la voz. La poesía sólo vive en la voz, incluso en el silencio de la mente la poesía es únicamente voz.

[...]

Ante esta situación, importa comprender que la irresolución sonora en que se diluyen los textos de la nueva poesía al ser recitados no es fortuita, sino conscientemente buscada. Habría que estar sordo para no darse cuenta de que lo que se persigue por todos los medios es despojar al verso de su resonancia y su musicalidad. La inmediatez no necesita resonancia, y todo es inmediatez, todo es acorralada avidez de vida. Como dice Wallace Stevens en Acordes tristes de un vals alegre: “Una inmensa anulación, liberada, / Esas voces gritando sin saber para qué, // Pidiendo la felicidad, sin saber cómo alcanzarla, / Imponiendo formas que no pueden definir...” Oídas desde la orilla de la tradición de la lengua, esas voces están mudas: no tienen pasado, carecen por lo tanto de identidad. Nadie parece percibir este fenómeno como lo que realmente es: una espantosa forma de abandono. “De todas las necesidades del alma humana, no hay ninguna más vital que el pasado”, escribe Simone Weil, “el pasado que se destruye no se recupera jamás”, diagnóstico escrito en plena Segunda Guerra Mundial, fecha que traza un antes y un después definitivo para el arte de occidente. Hoy, mientras las viejas formas ya son sólo ruinas y los nuevos formatos informales no acaban de encontrar una definición atendible, una multitud aguarda ser convocada al ritual del reconocimiento del recital público. En estos recitales la peluca, el disfraz, la mímica y la apelación a lo cómico o a lo escandaloso van ganando terreno: la performance es la forma que asume la conciencia de la extrañeza ante el cadáver de lo que alguna vez fue la conciencia estética de la palabra.
Al margen de personalidades poéticas aisladas que perseveran a contracorriente en la búsqueda de transparencia expresiva y en el uso de palabras enraizadas en el idioma, la tendencia poética con más poder de organización y de autopromoción en la literatura argentina de los últimos quince años hizo su presentación pública en Monstruos / Antología de la joven poesía argentina, prologada por el poeta Arturo Carrera y editada por el Fondo de Cultura Económica en el año 2001. Ocho años después, a mediados de 2009, tras haberse efectuado una purga que deja de lado a varios miembros de aquel primer grupo, el minimalismo ―la tendencia hegemónica de la escritura actual― vuelve a la carga con otra antología, en la cual la palabra “joven” es reemplazada por la palabra “nueva”: Nueva Poesía Argentina, selección esta vez presentada por Gustavo López y publicada por Perceval Press. El cambio en la denominación del grupo se debe no sólo a que los poetas dejaron de ser jóvenes, sino a que aspiran a constituir un movimiento coherente y compacto, de características similares al de la Nueva Música, signando el fin de la era tonal y el comienzo de la era objetivista. La Nueva Poesía Argentina presenta, en efecto, esas particularidades: busca tanto la atonalidad como la objetividad.
La palabra objetividad, también usada por Theodor W. Adorno en su aproximación a la Nueva Música, hace referencia en su filosofía al rigor formal que le confiere su autonomía artística a la composición serial (también a la cohesión estructural de la composición tonal). En la Nueva Poesía Argentina, en cambio, apunta a señalar algo más laxo: “una actitud donde la subjetividad esté presente por ausencia, yacente para ser leída en las entrelíneas del texto”, en palabras de Alejandro Rubio, uno de los poetas antologados. Apenas un lustro después de publicar Filosofía de la nueva música ―celebérrimo libro concebido entre los años 1938-1948― Adorno notaba graves síntomas de anquilosamiento en la tendencia estudiada, fenómeno que pone en evidencia en su ensayo “El envejecimiento de la Nueva Música”, de 1954. Algo similar sucede con la Nueva Poesía Argentina seleccionada por López; también ella adolece de vejez prematura, y las causas son de idéntica naturaleza a las apuntadas por el filósofo. Me remito al texto de Adorno, texto que si bien está centrado en la problemática de la Nueva Música, describe a la perfección la situación y la tendencia de las neovanguardias poéticas desde mediados del Siglo XX hasta hoy:
“Tocamos un tema extraordinariamente paradójico, a saber, la desaparición de la tradición de la Nueva Música misma. Los innovadores [...] crecieron todos ellos dentro de la música tradicional. Su lenguaje, su crítica, su resistencia, cristalizaron en ella. Los seguidores no la poseen ya dentro de sí como algo vivo, y en lugar de ello convierten un ideal musical, en sí mismo crítico, en algo falsamente positivo, sin evidenciar la espontaneidad y el esfuerzo riguroso que ello exige. [...] De este desorden se hace una virtud en un lenguaje universal y vulgar, en el cual ocupan el primer puesto los efectos cuasiliterarios, en especial una ironía tan carente de base como barata. Seudo-intelectualismo y pericia político-cultural desplazan la realización artística. La música que adopta la ‘pose’ de una tradición que ha dejado de ser sustancial y no se halla presente ya técnicamente, no tiene ventaja alguna sobre los productos elaborados por los ingenieros seriales. Lo único que ocurre es que esta música busca su propia comodidad y la de sus partidarios.”
Para poner a prueba este diagnóstico se impone citar aunque más no sea un texto de la Nueva Poesía Argentina. Elijo uno, sin título, de Alejandro Rubio:

De achuras a cebollas, el paso del hombre a la mujer. La
ensaladera vacía de loza floreada que depositaste sobre el tablón.
Vacía. Llenarla. Con huevos, con semillas, con ojos, con
mierda. Es el resultado de nuestro tráfago. Es la tonalidad
de nuestras ideas, dichas o contenidas u olvidadas. La mixta
verdad que campea sobre las quintas a dos kilómetros de la
ruta más cercana.

Junto al punto final de esta breve prosa, aparece una decorativa hojita grisácea: un capricho del diagramador de la edición que no guarda relación alguna ni con la temática ni con el estilo del que el texto hace gala, lo cual genera una impensada “mixta verdad” similar a la expuesta por Rubio en su escrito. Idéntica incongruencia se reitera en cada página del libro: el color oro viejo de los nombres de los autores alterna con las hojitas cenicientas junto al punto final de los poemas. Alejandro Rubio es un autor emblemático de su generación; por su mordacidad, por su ácida crítica, se diría que no parece dispuesto a hacer concesiones; pero lo cierto es que ha hecho la vista gorda a la hora de ingresar a las páginas de una especie de coffee-table book: un recamado recipiente similar a la “ensaladera vacía de loza floreada” mentada en su prosa, también éste relleno de heterogéneos elementos difícilmente digeribles.
Esta “mixta verdad” ―realismo sucio en un libro impreso como un misal― sí que puede legítimamente calificarse de nueva. En su brevísimo prólogo (media página) López no se ocupa de esta llamativa novedad; lo nuevo, a su criterio, está ligado a la producción masiva de textos, fenómeno que le permite anunciar con optimismo que estamos ante una revolución literaria de una “vitalidad inédita”. Sin embargo, las consecuencias que genera el impacto del vertiginoso crecimiento demográfico en el ámbito poético no han sido evaluadas críticamente. La prueba de ello reside en el hecho de que para dar cuenta de esa asombrosa abundancia se ha elegido un vehículo de origen arcaico: una antología, un florilegio restringido a un mínimo de autores y poemas. Esto no sólo es contradictorio, sino que pone en evidencia el hecho de que estamos frente a una simple estrategia de política literaria: se hace un gesto de benevolencia hacia el demos, pero con el único objeto de incorporarlo como contraseña en el salvoconducto de la corrección política. Justamente por ello, el prólogo de López se sitúa en las antípodas de cualquier tipo de conciencia estética. Sin embargo, sería inexacto usar la palabra improvisación para definir el aplomo que se adivina oculto tras su parquedad argumentativa. El antólogo no justifica ninguna de sus elecciones, da por sentado que nadie las discutirá. Y, efectivamente, nadie las discutirá. La improvisación sola jamás lograría hacerse obedecer de una manera tan disciplinada.
Para moderar el peso de estas conclusiones, para verificar que ha habido alternativas de renovar la poesía en circunstancias tan difíciles como las nuestras, incluso más oscuras que las que ha vivido nuestro país (por si alguien piensa que esa es la causa que explica nuestra situación poética), viene bien recordar lo que apuntó Oreste Macrí en las líneas finales del estudio preliminar a su edición de la poesía de fray Luis de León: “un año hacía que [fray Luis] había salido de prisión, enteramente formado y templado en la teología y en la poesía, cuando san Juan ingresaba en el horrible calabozo toledano para allí componer, de memoria, sus liras y romances; también él poeta en cárcel, que ésta es extraña costumbre hispánica...” Como lo demuestra la experiencia de aquellos dos hombres excepcionales tan disímiles ―el poeta docto y el poeta inspirado― la gran poesía nace cuando la palabra, arrebatada por el prodigio de un mundo renacido en el oído, logra templar el ánimo en la adversidad; no cuando se desentiende del arte y da rienda suelta a las frustraciones y sus desquites, sea cual sea su origen.

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Alejandro Nicotra / La tarea a cumplir




Lágrima de la Virgen

Lágrima-de-la-Virgen:
todo y nada es verdad
pero yo traigo en mi mano, desde tu pómulo
―desde el día ya espectral del jardín―,
la flor de agua celeste
y tierno sol.



Apunte de marzo

Ante la ventana
casi irreal
el abismo
abierto por la hoja al desprenderse
del árbol―

y su vértigo claro.



Trino

La nieve de setiembre aún en la cumbre
y en el granado ya la flor.
Oyes el trino:

el que engarza en tu oído,
a manera de ilusorio zarcillo,
aria de resurrección.



Dijiste acequia

Y es así como llega
―mito aún de la infancia: desde sus montes―
a buscar un lugar en otro reino:
con trino y menta,
atravesando la aridez,
discurriendo por las sílabas claras,
venturosas.



Así es

Todo lo que ha escrito la noche
―astros, espectros―
lo borra el alba:
así establece una página abierta
a tu verdad.
Sin ayer ni futuro
soy su lector
y recito a media voz esta luz,
esta sombra instantánea.



Esquela

Quisiera hacer de este día
un objeto, puntual ―tal como un cántaro
o una lámpara:
el poema
que aparente ser sólo superficie
―pero que guarde
sin embargo (¿para cuál hora tuya?)
la llama, el agua fresca.



La tarea a cumplir

ella ha viajado
Pablo Anadón

Y ahora,
educar a la letra en el hábito
de estas cosas:
el cielo de los pájaros
que cruzan hacia Occidente;
la hoja que vacila sobre la acera;
la vidriera del bar y su hora traslúcida;
la avenida que corre a una plaza vacía;
la ventana que no duerme en la noche;
la ciudad sin tu pie.



Aire del Sur

Como un aire que viniera del Sur
ya llega el tiempo
de encender, en el páramo de la estufa

otro fuego de invierno
―y ahí arrojar
la brazada de poemas extintos:
para aguardarte así,
sólo llama en la hora desnuda,
Virgen-del-Frío.



Antes de la tormenta

La tormenta,
que avanza
y ha cubierto ya el ángulo
del sur:
pero los árboles,
sus hermanas menores del jardín,
las cazuelas con agua,
no mueven ni siquiera una hoja, una onda:

yo atiendo a esa quietud, como a un asunto
personal.



Córdoba

A Rodolfo Godino

Es verdad: otra vez se ha abierto el día.
Y allí están, es un don, la grata cumbre
azul y la ciudad
querida.

Córdoba
―que balbuce, otra vez, en su mañana
el poema posible.

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Ingeborg Bachmann: Hablar desde el silencio / Nota preliminar y versiones de Irene M. Weiss


Texto resumido. El artículo completo se encuentra disponible en la edición impresa.

[...]

Lo explicado hasta aquí pretende ser una introducción a los textos que siguen. El primero es una página autobiográfica escrita por Bachmann a los 26 años, en la que aparecen in nuce los temas que acabo de tocar, incluido el de la dimensión histórica, presente en la última frase del texto. Las versiones traducen poemas de distintos ciclos de su obra en los que toman forma algunas claves de sus topografías poéticas. La selección de piezas de “Cantos en la huida” permite acceder al modo en que la poesía en Bachmann abre el diálogo con la tradición: los primeros poemas reconvierten a una melodía individual la oposición hielo-fuego, distintiva de la poesía de Petrarca; el VII es un nuevo acercamiento a la virtud epifánica del cuerpo; el último vuelve a modular la relación entre tiempo, muerte y canto.
Traducir es siempre optar, más aún en el caso de Bachmann, que juega con distintos niveles del lenguaje, con locuciones proverbiales a las que resemantiza, con los diversos sentidos que encierra una palabra o una expresión. Al optar, el traductor muchas veces deja sin iluminar una de las caras de la palabra, con lo que queda en sombra u opacada una parte de la figura original. Pero algo perdura, inclusive algo de la luz perdida, en un reflejo o en un brillo pasajero que a pesar de todo transporta el texto en la nueva lengua.



Ingeborg Bachman: Apuntes biográficos (1952)

Pasé mi juventud en Carintia, en el sur, cerca de la frontera, en un valle que tiene dos nombres, uno alemán y otro esloveno. Y la casa, en la que desde hacía años vivían mis antepasados – austríacos y eslovenos –, lleva hasta hoy un nombre que suena extranjero. Así es que cerca de la frontera hay una frontera más: la frontera del idioma. Y yo me sentía en casa en uno y otro lado, con las historias de los buenos y malos espíritus de dos y tres países; porque detrás de la montaña, a una hora de distancia, está ya Italia.
Creo que la estrechez del valle y la conciencia de la frontera imprimieron en mí la nostalgia. Cuando terminó la guerra, me fui y llegué llena de impaciencia y de expectativas a Viena, que yo me imaginaba inalcanzable. Viena se transformó en otra patria en la frontera: entre el este y el oeste, entre un grandioso pasado y un porvenir oscuro. Y aunque más tarde llegué a París y a Londres, a Alemania e Italia, significa esto poco, porque en mi recuerdo el camino desde el valle hasta Viena será siempre el más largo.
A veces me preguntan cómo llegué a la literatura, habiéndome criado en el campo. No sé decirlo con exactitud; sólo sé que empecé a escribir a una edad en la que los chicos leen los cuentos de Grimm, que me gustaba estarme junto al terraplén de la vía dejando vagar mis pensamientos por ciudades y países extraños hasta llegar al mar desconocido, que en algún lugar une la esfera terrestre con la celeste. Siempre soñaba con mares, arena y barcos, pero después vino la guerra, y empujó por delante de este fantástico mundo de ensoñaciones el real, en el que hay que tomar decisiones, no soñar.
Más tarde sucedió mucho de lo que uno apenas se atreve a desear: estudio universitario, viajes, colaboración en revistas y periódicos y más tarde el trabajo fijo en la radio. Estaciones corrientes de una vida, intercambiables y atribuibles a una persona u a otra; pero la vida misma no toma su fundamento en lo mediable o mediado.
Queda la pregunta por las influencias y los modelos, por el clima literario al que uno siente que pertenece. Durante algunos años leí mucho; de entre los nuevos, los que más me gustaban eran quizás Gide, Valéry, Eluard y Yeats, y puede ser que haya aprendido algo de ellos. Pero en el fondo sigue dominando en mí el rico mundo de representaciones míticas de mi patria, una parte de Austria que apenas se ha hecho realidad, un mundo en el que se hablan muchas lenguas y por donde corren muchas fronteras.
Escribir poesías me parece lo más difícil, porque exige resolver al mismo tiempo los problemas de lo formal, del tema y del vocabulario, porque debe obedecer al ritmo de la época, pero poniendo sin embargo en la abundancia de cosas viejas y nuevas un orden que siga a nuestro corazón, donde están escritos el pasado, el presente y el futuro.

Versiones

De: El tiempo postergado (Die gestundete Zeit) (1953)

La gran carga

La carga del verano ya estibada,
la embarcación del sol pronta en el puerto,
cuando a tu espalda grita la gaviota.
La carga del verano ya estibada.

La embarcación del sol pronta en el puerto,
y en los labios del mascarón de proa
la sonrisa del lémur no se vela.
La embarcación del sol pronta en el puerto.

Cuando a tu espalda grita la gaviota,
desde el oeste ordenan hundimiento;
te ahogas en la luz con los ojos abiertos,
cuando a tu espalda grita la gaviota.

(Die große Fracht // Die große Fracht des Sommers ist verladen,/ das Sonnenschiff im Hafen liegt bereit,/wenn hinter dir die Möwe stürzt und schreit./ Die große Fracht des Sommers ist verladen.// Das Sonnenschiff im Hafen liegt bereit,/und auf die Lippen der Galionsfiguren/tritt unverhüllt das Lächeln der Lemuren./Das Sonnenschiff im Hafen liegt bereit.// Wenn hinter dir die Möwe stürzt und schreit,/kommt aus dem Westen der Befehl zu sinken;/doch offnen Augs wirst du im Licht ertrinken,/ wenn hinter dir die Möwe stürzt und schreit.)

De: Poesías 1957-1961 (Gedichte 1957-1961)

Corriente
Viví tanto y tan cerca de la muerte
que con nadie lo puedo compartir,
hoy me arranco mi parte de la tierra;

al mar en calma le clavé mi estaca
verde en el corazón; cargo conmigo.

¡Se alzan aves de estaño y aroma de canela!
Con mi tiempo asesino estoy a solas.
Nos tornamos crisálida en embriaguez y azules.

(Strömung // So weit im Leben und so nah am Tod,/dass ich mit niemand darum rechten kann,/ reiß ich mir von der Erde meinen Teil;//dem stillen Ozean stoß ich den grünen Keil/mitten ins Herz und schwemm mich selber an.//Zinnvögel steigen auf und Zimtgeruch!/Mit meinem Mörder Zeit bin ich allein./In Rausch und Bläue puppen wir uns ein.)

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Alicia Genovese/ El persistente aroma de la olea fragans (Crítica a Emma Barrandéguy, Poesías Completas)



La aparición de la obra poética de Emma Barrandéguy amplía y completa el perfil de una escritora, prácticamente desconocida hasta poco antes de que se pudiese leer su impactante novela Habitaciones en 2002, cuando la periodista y escritora María Moreno posibilitó su publicación. Esa prosa con algo de ficción y algo de ensayo, mezclada de formas afines al género confesional como las memorias, el diario íntimo, las cartas, pero que también incluía pinceladas de construcción novelesca en un relato básicamente autobiográfico, instalaba una llamativa perspectiva narrativa. Establecía un fuerte contraste con aquello que, se suponía, una escritora podía escribir en los años 50, en la Argentina, ya que a esos años correspondía la escritura de Habitaciones y la edición llegaba con un retraso de casi medio siglo. Páginas increíbles, en un tono calmo y sensible, con una audacia natural para el discurso, impresas de una transgresión política y sexual que había permanecido en el blanco, en el espacio vacío de lo ilegible durante mucho tiempo. La cuidada edición de su obra poética, a cargo de Irene Weiss, instala ahora una poesía que ha estado ausente del medio literario (en la que una lectura fuera de época podría cometer los errores de la displicencia) y que tiene un recorrido muy amplio de más de sesenta años, con un momento de madurez y con muestras acabadas de logros poéticos.

[...]

En sus primeros libros, la sola mención de alguno de sus títulos “Lenin”, “Vida de peón”, “Primero de mayo”, así como la frecuente apelación a sus “camaradas” dentro del poema, dejan en claro la temática y la función política que asignaba entonces a la poesía. Su militancia lo corroboraba. No hay que olvidar que estuvo junto a Raúl González Tuñón, a quien admiraba, en la Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores (AIAPE) en apoyo a los republicanos durante la Guerra Civil española. Ella misma dice refiriéndose a esa época “vagamente comprendía que esos poemas no llegaban al pueblo ni me acercaban a él” (Habitaciones, 37). Sin embargo, hay momentos en los primeros poemas que muestran de la mejor manera el salto aglutinante del que es capaz la descripción en el discurso poético cuando hay además o sobre todo una búsqueda de construcción poética, una escritura. En “Frigorífico”, por ejemplo, escrito en prosa dice:

Es día de matanza: me han llevado a mirar el frigorífico. Cámaras frías, olores y obreros […] El piso de cemento es un solo charco de sangre, agua, desperdicios donde resbalan mis botines de goma. […]
Y las reses se mueven.
Y es intensa la racionalización (58)

Lo descripto deja de ser mero objeto de observación y, en estas últimas frases, es lanzado a la crispación de la percepción poética.
En su segundo libro publicado: Las puertas, de 1964 (tómese en cuenta el salto temporal de casi treinta años desde su primer libro), aparece una zona notoria donde la temática amorosa la pone más claramente en relación con la poesía de Alfonsina Storni. Incluso uno de sus poemas se titula “Cancioncilla a la manera de Alfonsina”. Es constante, en este libro la presencia del interlocutor amoroso que forma parte de la retórica del poema de amor. “Qué inútil hacer noche/ junto a tu corazón que no me aguarda” (81) dice en un bello lamento. Pero en otros textos no deja de proyectar un ideal de pareja igualitaria, con respeto mutuo por el deseo del otro en “el camino del amor”:

Te entregaré el anillo que nos une
si no logro seguirlo […]
Y si tú me tocas antes el hombro
para decirme que te lo entregue
me pondré tu recuerdo entre las manos
y con él entibiaré los dedos (87)

En el mismo libro comienza a bosquejarse una zona que reaparecerá en otros poemas. Es una zona relacionada con la ocupación del espacio social por parte de una mujer donde la idea de orden y de caos aparecen frecuentemente convocadas en una compleja convivencia. Su contraposición crea un núcleo semántico relacionado con las elecciones previsibles para una mujer dentro de la vida convencional que la época le tiene reservada.

[...]

Dentro de la zona donde se desafían las convenciones previstas socialmente para una mujer podrían citarse otros poemas que agregan ideas, en su momento precursoras. En el poema “Posición de mujer” fechado en 1937, la voz poética sitúa lúcidamente la posición de una mujer frente a la escritura:

Contar con la segura independencia con que lo hacen los
[hombres
sería la alegría.
No puedo lograrlo desde este encastillado corazón de siglos.
[…]
[hablar] sin que nada sea falso, ni duro, ni desenfrenado,
sino apenas natural (245)

En la década del 70 la crítica literaria feminista anglosajona, de la que The Madwoman in The Attic fue un referente, se ocupó precisamente de esta obstaculización para escribir que actúa sobre una escritora desde el imaginario social. Sus autoras Gilbert y Gubbar, que específicamente se referían a las escritoras del siglo XIX, decían que los hombres tomaban la lapicera y construían la literatura entendida en una sucesión masculina de una manera natural. Una mujer en cambio percibía la propia escritura desde la alienación de su confinamiento social, debía sobreponerse a la naturaleza que para ellas reservaba la cultura. En este sentido de rebelión simbólica puede leerse un poema de E.B. que es cuestionamiento de esa tradición traspasada de madre a hija, que transmite y es perpetuadora de una moral estrecha para las mujeres. Dice:

Derrotemos a las madres
que crearon nuestros moldes estrechos.
Derrotemos todos los límites
y preparemos salvajemente el gozo (335)

[...]

Su vejez aparece como un punto de llegada en el tránsito de la desterritorialización, de la cual es prueba, al mismo tiempo que intento de revertirla, esta impecable edición de sus poesías completas, en su mayor parte inéditas, ordenada y prologada por la especialista Irene Weiss. En Emma Barrandéguy se personaliza la provinciana desterritorializada dentro de una ciudad en la que “parece que voy a desaparecer/ entre los salvavidas de los tranvías” o donde “hasta los eucaliptos de los parques parecen ya conocidos y humillados” (247-248). Es también un cuerpo desterritorializado y difícil de leer en su libertad sexual, al menos durante gran parte de la época que le toca transitar. Pero es sobre todo la escritora desterritorializada de una identidad social, la que llega con su obra completa prácticamente desconocida. Es casi imposible reinstalar esta obra sin tener en cuenta los valores simbólicos y políticos que aunque sea sordamente deben haber actuado en su contra.
Pero en definitiva, llega una poesía con paisaje y perfumes, con audacia al decir y construir las cosas que nombra, y eso es para ser festejado, nunca es un destiempo; llega con un aroma antiguo pero feroz y persistente, quizás así huela la olea fragans de su patio provinciano, una flor no muy común en los jardines actuales.

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